Un café, un ebook. Qué pasa contigo, escritora

Lo sé, lo sé. Que han sido meses largos y de silencio. Que he abandonado proyectos, que he reducido mi actividad. Que qué ocurre, que qué pasa, que qué has hecho, que por qué has cambiado. 

Me lo habéis preguntado, y con muchas de vosotras lo he estado hablando por mensajes privado, por mail, por teléfono incluso. Ha sido mi etapa de reflexión, de detenerme, de recuperarme de tantas cosas que me ocurrieron en los últimos años y de replantearme, seriamente, qué pasa conmigo y qué quiero que pase.

El primer cambio que hizo saltar vuestras alarmas fue que hubiera descatalogado la bilogía de Marafariña de cualquier formato y portal para su adquisición. Mi historia más profunda, vuestra favorita, la que más echáis de menos, ya no se puede leer en ninguna parte.

Ahora, muchas os habéis percatado de que ha ocurrido lo mismo con Todas las horas muerenSí, corred a comprobarlo, es cierto. Desde hace unos días, ya no se puede adquirir mi novela corta más vendida en ninguna parte. Ha desaparecido. 

Tranquilas, os cuento por qué, pero antes os voy a decir algo.

De la edición digital y física de estas dos obras autoeditadas recibía unos ingresos literarios que, obviamente, han desaparecido. Ese líquido lo reinvertía en los gatos derivados de mi actividad literaria (mantenimiento del PC, impresión de copias para concursos, pago del dominio digital, etc). Haberme visto en la obligación de cortar ese grifo me ha hecho quedarme en una situación delicada en ese ámbito.

Por suerte, existen formas de ayudarme.

Una novela. O un café.

La manera de ayudarme más obvia es adquirir mi novela que sí que está a la venta bajo el sello editorial Les Editorial. La herida de la literatura se publicó en septiembre del 2020 y, a día de hoy, todavía espera llegar a muchas lectoras y recibir opiniones y cariño. El mismo que habéis sabido darle a sus predecesoras. Actualmente, es mi única obra a la venta. Que la adquiráis en formato físico o en ebook supone un gran impulso para mí. Os animo a darle mucho amor.

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Pero si no os podéis permitir ese desembolso (o ya la habéis leído), pongo a vuestra disposición mi página de Ko-Fi. A través de este portal, podéis invitarme a un café (y otorgarme un microingreso extra) para que tenga cierto apoyo para continuar.

¡¡Además, si lo hacéis, podéis escribirme a m.beizanavigo@gmail.com y os envío el ebook de alguna de las novelas descatalogada que solicitéis!! Si pincháis en la imagen, accedéis directamente.

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Y entonces qué estás haciendo

Pues recuperarme.

Me estoy recuperando de la vida que se me ha roto y de todo lo que, después de eso, me hacía daño. Superando los proyectos literarios que no han salido adelante y de aquellos lugares que amaba y a los que dediqué años de mi vida que, sin más, se terminan sin pena ni gloria, dejando un vacío enorme dentro de mí.

Considero que esa Marafariña y esas Todas las horas mueren han formado parte de una Miriam que ha cambiado, que las escribiría de otra forma y que guardan partes de mí que no quiero que sean mi pasado en este presente de mi vida. Si he demorado tanto en eliminarlas, era porque tenía que sentirme fuerte para llevarlo a cabo sin que doliera. Y no dolió, simplemente había llegado su momento de cambiar.

Desde hace un par de años llevo inmersa en una novela corta escrita en gallego que me ha absorbido mi tiempo y mis silencios. Mi creación más personal, visceral también,  está ahora en proceso de buscar sello editorial. El siguiente paso, pues, es dedicar unos cuantos meses a volcarme con mis novelas ‘apagadas’ y pensar qué nueva vida podemos darles. ¿Me entendéis?

Y para ello, pues, sigo necesitando vuestro apoyo. Sigo necesitando que me ayudéis a auparme, a que las editoriales aprendan a hacerme caso, a que La herida de la literatura sea una novela que leéis y disfrutáis. Y a que yo me convierta en una escritora que anheláis volver a leer.

Gracias, mujeres mías.

Felices Letras.

 

Últimos días para leer la bilogía de Marafariña

Están siendo unos meses vertiginosos en lo literario. Muy atrás queda esa escritora pequeña e introvertida que publicó Marafariña (2015) bajo un psedónimo y que le daba miedo etiquetarse como escritora lesbiana.

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Marafariña

Sí, han cambiado muchas cosas. Y he cambiado yo. Y también mi manera de querer y ver crecer la historia que me ha impulsado a dónde estoy ahora y que me ha dado todo lo bueno de la literatura. Siempre querré Marafariña, a Ruth y a Olga, y todo lo que ha implicado. Con ella he aprendido a forjarme, he aprendido a crecer, a perdonar, a dejar atrás el pasado y a convertirme en una mujer libre. Pero lo que más feliz me hace es que he conseguido que otras personas también se sientan así.

Todas las horas

Pero las etapas pasan y las metas de esa escritora, tan inexperta, tan pequeña, van variando y van cambiando. Mientras que Todas las horas mueren sigue siendo mi novela autoeditada más leída, Marafariña e Inflorescencia se han convertido en mis títulos más aclamados y ambicionados, de los que más habláis y los que son difíciles de olvidar. Tengo fe en ellas y creo que es una historia que puede llegar mucho más lejos.

A las puertas de publicar mi nueva novela (me cuesta mucho aguantarme y no deciros aquí el título, la sinopsis, la editorial, todo…) doy otro giro, otro cambio a mi vida en constante cambio, para deciros que he tomado la decisión meditada de descatalogar ambos títulos y dejarlos descansar.

INFORESCENCIA (1)
Inflorescencia

Antes de hacerlo, voy a esperar unos pocos días para las que queráis, podáis descargaros el archivo digital o comprar el libro en formato físico. No quiero negaros la última oportunidad de leer la que, probablemente, sea mi historia más importante y dudo que llegue nunca a escribir algo así nunca más.

De este modo, todavía podéis comprar Marafariña e Inflorescencia en Amazon y en Lektu por tiempo limitado. Esta será la última ocasión que tendréis hasta que consiga trabajar en un proyecto con ellas que, si todo sale bien, se demorará durante algunos años (sí, así es la literatura).

Además, como no podía ser de otro modo, ambas novelas tendrán un precio especial. Podéis adquirir los ebooks a tan sólo 0,99€ (antes 3,50€) y los ejemplares físicios con el precio mínimo legal permitido:

  • Marafariña por tan sólo 15€ (antes 19,90€) 
  • Inflorescencia por tan sólo 10€ (antes 16,50€). 

Os agradeceré todo el cariño y el apoyo que me deis ante esta difícil decisión. También las opiniones que podéis verter sobre estas historias y la difusión que le podáis dar, porque será de gran ayuda para su futura reedición.

Mientras tanto, abrazo con fuerza a Ruth y a Olga. Podéis despediros con calma yo, en cambio, voy camino a reencontrarme con ambas.

Gracias, mujeres mías.

Enlace de compra de Marafariña

Enlace de compra de Inflorescencia

No me instes con ruegos a que te abandone, a que me vuelva de acompañarte; porque a donde tú vayas yo iré, y donde tú pases la noche yo pasaré la noche. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde mueras tú, yo moriré, y allí es donde seré enterrada.

Photo by Riccardo Chiarini on Unsplash

 

Ellas, nosotras, vosotras: Testigos de Jehová

Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Tal vez es que yo ya no paseaba demasiado por las calles del pueblo donde me crié, porque muchos motivos habían propiciado mi mudanza hacia tres años. O tal vez cuatro. No supe cómo reaccionar, pero en ese instante me costaba caminar con normalidad como si me hubiera vuelto torpe de repente.

Quería saber si me miraba o no. Y sí, me miraba. Incluso se detuvo en su caminar. Yo, por inercia, me paré también. Pensé en el análisis que estaba realizando de mí misma. La miraba. Conocía ese maquillaje tímido en el rostro pero, sobre todo, reconocía el uniforme del servicio de campo: una falda por debajo de las rodillas (preferiblemente hasta los tobillos) y una blusa recatada y formal. Llevaba la misma chaqueta de lana de siempre y el cabello recogido en una coleta sin gracia. No me salieron las palabras, porque me sentía culpable y avergonzada. Porque era consciente de lo que se decía de mí en la Congregación de los Testigos Cristianos de Jehová.

—Miriam.

Dijo. Y sonrió. Yo di un paso al frente. Yo también le sonreí, con una mezcla de alegría y extrañeza. Al fin y al cabo, Patricia y yo habíamos sido amigas durante algún tiempo. Unas amigas especiales, eso sí. Porque nuestros planes eran salir a predicar la palabra de puerta en puerta los sábados y los domingos por la mañana, o quedar para repasar la Atalaya alguna tarde de lunes. O nos sentábamos juntas en las reuniones y en las asambleas. Y hablábamos, sí. Hablábamos de muchas cosas. Patricia confiaba en mí, y yo confiaba en ella. Sin embargo, jamás le conté cómo me sentía en realidad, jamás le confesé la losa que arrastraba. Patricia, mi amiga Patricia, se enteró de todo como los demás: mis ausencias a las reuniones y el posterior anuncio de la expulsión pública de la organización.

Le tendí la mano pero ella me abrazó y me dio dos besos. Cuando la volví a mirar, elevando la mirada pues era muy alta, tenía lágrimas en los ojos. Sabía que ella no podía hablar conmigo. Que ninguno de ellos podía hablar conmigo. Cuando una testigo de Jehová era expulsada, se convertía en una apestada, una repudiada, en un ser detestablemente invisible. Me había acostumbrado a esa situación, pero no por ello me resultaba menos complicada. Para mí, por el momento, las personas no podían ser invisibles.

—Te veo tan bien, Miriam.

Volvió a decir mi nombre. Siempre me ha emocionado que las personas pronunciaran mi nombre. Me hacían sentirme viva.

—Gracias, Patricia.

—Te queda bien el pelo corto. Y se te ve feliz. Tenía miedo de que no estuvieras bien. Pero yo sabía que sí. Yo sabía que tú antes no estabas bien.

Llevaba en la mano una pareja de revistas. Por qué permite Dios el sufrimiento. Tal vez Patricia se hacía esa misma pregunta, pero seguía mostrando ese rictus eternamente sosegado. Sentí una punzada de dolor en el pecho.

—Sí… gracias. Pero han sido unos años largos. No ha sido fácil poder llegar a sentirme así —confesé, como queriendo otorgarme un mérito vacío.

—Lo creas o no, se te respeta. De verdad. Para mí fue doloroso escuchar que ya no estabas entre nosotros, ya sabes lo que eso implica pero… —Me cogió de la mano. Di un respingo—. Te conozco, fueron muchos años siendo compañeras. Sé que tenías fe auténtica, y también sé que pusiste todo de tu parte por seguir siendo quién tenías que ser.

—Ya —respondí, sin entenderla.

—Sé que eres lesbiana —replicó. Yo me atraganté con mi respiración y tosí—. Lo siento, no te lo he dicho como algo despectivo. Sé que intentaron hacer que fueras diferente. Estar con ese hermano no tuvo que ser fácil para ti.

No fui capaz de responder, pero asentí. Me sorprendía la libertad con la que las palabras de Patricia volaban de su boca. Una hermana bautizada y asidua predicadora aceptaba mi nueva orientación sexual con una tolerancia abrumadora. Quise abrazarla, quise preguntarle por qué había tenido que sufrir tanto. Y quise preguntarle qué pensaba de mi. Pero sus ojos eran limpios, bonitos, sinceros y amigables.

—Pero ahora estoy bien —dije, simplificando un puñado de años en una sola frase.

—Se te ve bien. Se te ve tú. Tú, Miriam, que siempre tenías esos ojos tan tristes.

Patricia tenía que irse. También sabía que miró alrededor para ver si alguien nos estaba mirando. Y que volvería a casa con cierto peso en la conciencia por estar hablando con alguien como yo, alguien con quién no debía hablar.

—A ti también se te ve muy bien, Patricia.

—¡Oh! Bueno. Me voy a casar en un mes con un hermano que conozco desde hace unos meses. Se apellida Ferreiro, como el cantante. Así que a partir de ahora seré Patricia de Ferreiro.

Soltó una risita cargada de pena. Otra mujer más, pensé, como yo. Mujeres cristianas, creyentes, sumisas. Casadas. Que perdían su voz y que perdían, incluso, su apellido. Le dije a Patricia que me alegraba mucho y que esperaba que fuera muy feliz. Ella me contestó que lo sería, estaba segura, con la ayuda de Jehová Dios.

—A ti también te ayuda, lo sé.

Me despedí con un abrazo más frío que el inicial. Mientras la vi alejarse con su maleta cargada de esperanza religiosa, pensé en que realmente estaba equivocada. A mí nunca me había ayudado ningún Dios. De hecho, prefería que el Todopoderoso excusara de mandarme su misericordia.

Sentí pena al perder de vista a Patricia y noté cómo me escocían los ojos. Me vi reflejada en el escaparate de esa cafetería y, al ser consciente de mi propia metamorfosis, sentí miedo. Y también, el sabor de ser una mujer libre.

Photo by Aaron Burden on Unsplash


PODÉIS LEER AQUI MI HILO DE TWITTER SOBRE ESTA EXPERIENCIA PERSONAL

 



Para saber más…

La homofobia no está prohibida

Mis novelas de ficción autobiográfica que hablan sobre mi experiencia:

Marafariña

Inflorescencia

¿Te has quedado con ganas de más? ¡Puedes ver mi último vídeo en Youtube!

La playa en invierno

Marafariña, febrero 2002 

La playa parecía un paraje condenado en invierno. El frío y la soledad convertían la arena y el mar en un juego casi peligroso que no era conveniente interrumpir. El sol brillaba demasiado débil, pero lo suficiente intenso como para proyectar sombras desde las rocas, como si de una amenaza se tratasen. Si en Marafariña era complicado encontrar el silencio absoluto, en la cala resultaba imposible. La naturaleza bramaba salvaje, libre y mortal. Tan hermosa como aterradora, haciendo un alarde eterno de su innegable poder.

El juego de las olas, la fantástica marea y los misterios que albergaba podían ser una prueba irrefutable de la presencia de un Creador Todopoderoso. Precisamente, la fascinante creación era el principal argumento que las publicaciones de la Watchtower utilizaban para justificar la existencia de Dios. Nada tan complejo podía ser motivo del fortuito azar, pues el azar solo encerraba destrucción y fealdad. Si se contemplaba el universo como una obra de arte, como un cuadro espléndido o una novela estremecedora, estaba claro que un artista real tendría que estar detrás de tal ardua labor. Sin embargo, Ruth tenía más fe en la sabiduría de la propia Naturaleza, de la Madre Tierra. Observando Marafariña y sus rincones, podría defender firmemente que las raíces habían brotado por sí solas, que los troncos habían crecido donde lo estimaban oportuno y que la vegetación había surgido sin más. Que el cielo tan azul se había colocado en las alturas para contemplar su esplendor. Que los mares eran un pedazo de ese mismo cielo que no había soportado la tentación de bajar al mundo. Que las flores eran lágrimas derramadas de alegría.

Sería antinatural creer en un ser omnipotente que hiciera nacer la Tierra, su vida y al ser humano. Y más antinatural sería creer que había inculcado en las personas instintos que, sin más, consideraría pecaminosos y denigrantes. Era antinatural condenar lo natural. Y el amor, su amor por Olga, era tan natural como aquel océano mortal que acariciaba con ternura la arena helada, como aquellas rocas erosionadas por el viento melódico. Lo comprendía y lo aceptaba, lo tenía claro. Pensaba respetarse con pureza a sí misma y no culparse jamás, pues sabía que los latidos de su corazón y su voluntad seguían respondiendo a la honradez y benevolencia que siempre la había caracterizado.
Inspiró la brisa purificadora y catártica. Jamás en su vida se había sentido tan llena de vida, energía y optimismo. Su vitalidad era tal, que casi podía tocarla con la yema de los dedos. Su piel resplandecía en ese día gris, sus cabellos rojizos al viento también brillaban. Sus ojos lucían más verdes que nunca tras sus gafas, sus labios sonreían con la serenidad que otorgaba el aceptarse. Los últimos meses, en los que había recorrido en camino del autoconocimiento, habían sido duros pero había merecido la pena. Casi podía vislumbrar la meta, y no permitiría que nada se interpusiera entre ella y el destino que pretendía alcanzar.

Se agarró las rodillas. El anorak era como un abrazo de calor, pero los pantalones vaqueros no protegían del todo sus piernas. Sus pies estaban desnudos, necesitaba sentir el tacto de la arena para notar la sintonía de la playa.

Fluía la tarde con sus horas eternizadas y Ruth buceaba en sus pensamientos. No tenía prisa, no tenía nada que hacer, era una situación que se daba en contadas ocasiones. La estaba esperando, sabía que llegaría de un momento a otro. La simple idea de verla de nuevo, otra vez, disparaba los latidos en su pecho. La atracción hacia la muchacha catalana de mirada turbia era ya indiscutible, cada día tenía el privilegio de intimar más con ella, de conocer y memorizar sus gestos, cada palmo de su cuerpo, cada una de las entonaciones de su voz, el color de sus cabellos, la presencia de sus demonios y su admirable valentía. La amaba infinitamente, eternamente. Nada divino, nada irreal, podía manchar eso. La semilla que Olga había implantado en Marafariña, en ella, era imposible de extirpar. Perduraría para siempre, como lo que es eterno.

Se levantó, notando su cuerpo entumecido. Se remangó el bajo de los pantalones y, abandonando sus zapatos en la arena, se dirigió hacia la orilla. El mar la atemorizaba y fascinaba a partes iguales. Parecía una manta gigantesca. Notó cómo la punta de sus dedos se humedecía por el oleaje que avanzaba por el terreno. Se acercó un poco más, hasta que el agua le acarició los tobillos. Maravilloso. Echó a andar, con la mirada perdida en el horizonte. Sus pies y el agua jugaban, ella los dejaba bailar. Alcanzó el éxtasis de la calma, que la ayudó a quitarse de encima el cansancio que arrastraba tras de sí.

Entonces la vio, en lo alto del acantilado, mezclándose con la negrura y las sombras. A pesar de las bajas temperaturas, llevaba puestos sus pantalones cortos de baloncesto y una gruesa sudadera negra. Su pelo libre e indomable como lo era ella misma. Tenía un cigarro entre los labios y la miraba. Ruth también la miró y no pudo evitar que destellasen sus pupilas. Era tan bonita, tan hipnótica, tan mágica. Era su mundo, al fin y al cabo. La vio descender despacio y con cuidado, casi con indiferencia, sin mostrar expresión alguna. Su pálida delgadez le daba un aspecto de cristal frágil. Llevaba los ojos maquillados, como era habitual, decía que la hacía sentirse protegida. Olía a tabaco, pero ya se había terminado el cigarro cuando estaba a pocos pasos de ella. Se detuvieron ambas. Ruth mecida por la orilla y Olga torturada por el viento. Mantuvieron un diálogo mudo de miradas y gestos, como una introducción al contacto y el reencuentro. Ruth todavía tenía que concienciarse de que era real.

Fue la muchacha catalana la que, después de descalzarse, se acercó a Ruth y la abrazó con firmeza. Ella se agarró a su pequeño cuerpo y lo atrajo hacia sí. Latido con latido en medio del poderío da Costa da Morte, con la intimidad cubriéndoles las espaldas y el tiempo detenido tan solo para ellas. Ruth sintió un escalofrío de emoción. Buscó su cabello y lo acarició, recorrió su cuello, palpó sus tiernas mejillas, el contorno de sus ojos y su nariz. Olga no dijo nada, con rictus divertido. Luego se separaron y se cogieron de la mano.

—Gallega mía —susurró Olga.

—Ya te echaba de menos.

—Si me has visto esta mañana.

Sus labios sabían a sal y a mujer. Aquello encendió todavía más el calor de su cuerpo e incluso el océano pareció convertirse en lava. Olga era hábil en aquel juego de boca con boca, aunque sus caricias eran tímidas todavía, prudentes. No le pasaba desapercibido el profundo respeto y la admirable paciencia que mostraba hacia ella. La hacía sentirse especial y única, la hacía sentirse querida, a rebosar de cariño, algo que nunca había experimentado con anterioridad. Desechó sus manos y buscó sus delgadas caderas, agarró hasta sus huesos entre sus manos y sintió la sangre que recorría sus venas. Luego, aun mecidas en el océano, se contemplaron durante un instante incierto, como ansiando memorizar sus rostros. Podía notar la emoción en la mirada oscura de Olga, la tibieza en la inclinación de sus cejas, la ansiedad en su aliento. El viento las importunaba con insistencia, quería estar cerca de ellas, parecía que las llamaba, que era el espíritu de Marafariña, reclamándolas.

Abandonaron el mar y regresaron a la arena seca. Se sentaron, espalda contra espalda, cada una contemplando una visión diferente. Olga, la costa; Ruth, el bosque en lo alto del precipicio. Sus cabelleras se entremezclaban. Olga comenzó a fumar, el olor del tabaco las engatusó como un hechizo. Estaba callada, más de lo habitual, sin embargo el silencio junto a ella no era incómodo, nunca lo había sido.

—Me encanta la playa en invierno. Me recuerda a un secreto —comentó Ruth, con aires soñadores.

—¿Un secreto?

—Sí. No sé. En realidad casi nadie suele ir a la playa cuando no es verano, pero se están perdiendo su verdadera magia. Es ahora cuando se muestra al natural, tan fría y poderosa.

—Esta playa es un secreto en sí. Podría decirse que es tuya.

—Nuestra —replicó Ruth.

—Nuestra —admitió Olga, y por su entonación sabía que sonreía.

Ruth buscó la mano libre de Olga y enredó sus dedos, pero no se volvió. El tacto de su huesuda espalda la hacía sentirse bien.

—Estás callada. Tal vez ausente.

Olga tardó un rato en responder, rodeada siempre por ese halo de misterio. Era complicado llegar a comprender los pensamientos en los que se hallaba abstraída. No parecía incómoda ni enfadada, tan solo lejos de allí.

—No puedo concentrarme en nada cuando estoy contigo, Gallega. Pienso en ti, en lo que te echo de menos cuando no estoy contigo. Pienso en otra noche más imaginándote, pienso en cada segundo que pasará hasta que vuelva a verte. Y cuando estoy junto a ti, pienso en lo poco que queda para separarnos de nuevo.

—Olga…

—Tú también lo haces, ¿verdad?

Ruth no contestó, pero era evidente que sí. Sin embargo, no le frustraba, sino que le otorgaba energía. Ruth aborrecía sus obligaciones, su rutina religiosa y familiar, el instituto. Pero era algo que siempre había dado por sentado. La presencia de Olga depositaba luz en cada uno de esos momentos.

—Eres mi mundo, Olga. Eres mi Marafariña —sentenció Ruth.

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Olga y Ruth en la playa. Ilustración de por Gemma Martínez

Notó cómo el porte de Olga se tensaba, tal vez de satisfacción o de nerviosismo. Imaginaba que estaría asustada, Ruth también lo estaba. Las olas incansables le recordaban que cada instante se evaporaba y que el tiempo avanzaba inexcusable. Cada nuevo día, la situación se volvía más difícil y peligrosa. No quería pensar demasiado en lo que podría ocurrir, pero imaginaba que Olga se torturaba con el futuro. Le gustaría poder mitigar todo su sufrimiento, apartarlo de ella, poder darle más, todavía más, de lo que le daba.

—Echo de menos la nieve. Ojalá nevara —murmuró entonces Olga—. Cada invierno mis padres y yo íbamos a los Pirineos. Lo adoraba. Durante horas podía estar contemplando la nieve. Siempre pensé que era lo más parecido que había a la magia.

—Yo nunca la he visto.

—Te llevaré, te lo prometo. —Olga se volvió, al fin. Notó su hombro pegado al suyo, su mano sujetándola fuerte. Estaba fría. La estudió, cada arruga, cada surco, cada palmo—. Y te encantará. ¿Te imaginas Marafariña llena de nieve? Sería todavía más hermosa.

—Sí, pero muy diferente, ¿no?

—No hay nada de malo en lo diferente. —Olga tenía la mandíbula tensa—. Tenemos que largarnos de aquí.

—Lo sé —susurró Ruth.

—Pronto empezaré a trabajar para Francisca en el café. Necesitamos dinero y no quiero tener que pedírselo a mi padre.

—¿En el Café Rosalía? —Olga asintió—. Vaya, pero entonces, ¿cuándo podré verte?

—Solo será un pequeño sacrificio, Ruth. Luego estaremos juntas todo el tiempo que queramos. Te abrazaré cada noche, te haré el desayuno todos los días, te acompañaré a la universidad. Nunca estarás sola, nunca más Ruth. Nunca más dejaré que tengas frío.
Olga hablaba con tanta verdad que no tuvo más remedio que creerla. Sus miradas se encontraron en el punto justo en el que los ojos de ambas se humedecieron. El sufrimiento y el pánico de Olga eran tan latentes en su expresión, que le dolía profundamente saberse conocedora de sus emociones. Se sentía inútil frente a la resolución de la joven a la que amaba, sin salida, sin nada que aportar. Pero su muchacha catalana no parecía reprocharle nada.

Entonces ella se puso en pie, dándole la espalda y acercándose de nuevo al mar. Rugía. Ruth la observó, la belleza de su figura tan pequeña, recortando la armonía de ese horizonte gris e infinito. El mundo parecía querer atravesar su fragilidad, pero Olga era imperturbable, indetenible. La persona más fuerte que jamás conocería. Por eso la admiraba tanto, por eso la amaba sin mesura. Le fascinaba en su totalidad, incluso en su amargura, incluso en su llanto. Porque era un llanto de lucha, no de rendición.

—¿Te imaginas que salga mal?

La pregunta de Olga le llegó tardíamente debido a la ferocidad de la brisa. La escuchó muy lejana, pero fue suficiente para que se estremeciera de pavor. No podía imaginárselo. Moriría. La idea de perderla, de no poder estar junto a ella, era insoportable. No quería contemplar esa posibilidad, porque se hundía, le flaqueaban las fuerzas y no atendía a razones. Su mundo sin Olga carecía de verdad.

—No digas eso —imploró Ruth, a pocos pasos de ella—. Sería terrible.

—Si sale mal —prosiguió Olga con gélida calma—, si se tuerce, si algo se rompe, tienes que prometerme que no te olvidarás de mí.

—¿Cómo podría?

—La vida puede ser sorprendentemente cruel.

—Olga, me estás asustando. No te entiendo.

La muchacha no hizo amago de moverse. Ruth se acercó más y la rodeó por la cintura con intensidad. Temblaba, pero se aferró a sus manos. Besó su cuello, pleno de suavidad.

—Yo volveré. Si te separan de mí, volveré —masculló Olga en una mezcla de furia y ternura—. Si el destino nos hace alejarnos, volveré. Pero si me pierdo, si por alguna razón estoy nublada de dolor y sin sentido, por favor, recuérdame dónde estás y que vuelva a por ti. No me permitas seguir viviendo sin ti.

No le gustaba el significado ni la posible realidad de esas palabras. Ruth la apretó con más fuerza y notó cómo Olga cedía. Se volvió y la besó. Su aliento estaba impregnado del aroma del tabaco. También sabía a desesperanza. Sin embargo, pronto recuperó la sonrisa y la ternura se apropió de ella. Sus manos, agarrando sus mejillas, fueron un bálsamo.

—Tranquila, Gallega. Eso no pasará. Nunca me iré, no sin ti. Te lo prometo.

—Y yo no te dejaré marchar si no voy contigo —sucumbió Ruth al anhelo.

Abandonaron la playa cuando la noche amenazaba con su temprana llegada. Con los pies helados, subieron con cuidado la pendiente y caminaron por el bosque. Sus manos seguían unidas, sus cuerpos se encontraban. Detenían su camino de vez en cuando, dejaban que el bosque fluyera a su alrededor. La mata negra de la oscuridad las seguía como una amenaza pero, en esos momentos, la ignoraban. Marafariña respetaba su paseo, las observaba detenidamente, intentaba protegerlas. Pero aquello no era posible, no del todo, no tanto como le hubiera gustado.

Cuando traspasaron la linde del bosque y vislumbraron el muro de la casa de Ruth, de forma instintiva soltaron sus manos como si tuvieran ácido. Algo en ese gesto era terrible, pensó Ruth. Al regresar a la realidad, a lo que había más allá de su particular paraíso, debían fingir que tan solo eran amigas y ni siquiera les estaba permitido estrechar más lazos de los necesarios. Olga, resuelta a arañar los últimos minutos juntas, se apoyó contra las piedras y sacó un cigarro antes de irse a casa a cenar.

—¿Desde aquí nos verán tus padres?

—No, no te preocupes.

Aun así, Ruth se mantuvo separada de ella varios palmos. Olga tenía la mano libre escondida en el bolsillo de su pantalón. La escrutaba despacio, como si fuera la primera vez que la veía. Siempre la fascinaba su manera de entornar la mirada, como si pudiera hipnotizarla.

—Eres preciosa, Ruth. —Vibraba su voz, notó ese calambre en su pecho. Se ruborizó avergonzada—. Demasiado preciosa. Podría regalar mi eternidad para pasar la vida contemplándote.

Olga se acercó furtivamente y acarició su mejilla con sus labios. Ruth aspiró su aroma y reprimió el impulso de agarrarla del cuello y sentirla más pegada a ella, tan solo con el afán de escuchar el latido de su corazón una vez más antes de que se fuera.

—Prométeme que me llevarás a la nieve —dijo Ruth, a modo de despedida.

La muchacha catalana de mirada turbia rio. Era preciosa cuando mostraba ese rictus de felicidad.

—Si es necesario, te la traeré yo misma, Gallega.

 

 Publicación Inflorescencia: 2 de julio de 2018

P.D. Gracias a Gemma Martínez por la preciosa ilustración que acompaña a esta relato.

 

INFORESCENCIA (1)

Inflorescencia

Hace más de un año que anunciaba el punto y final de mi próxima novela, la especial y ansiada secuela de mi opera prima, Marafariña, que fue el inicio de un nuevo camino para mi colmado de dificultades, sí, pero también de alegría, de sueños y de literatura. Han pasado muchas cosas desde aquel 2015 que me lancé a la autopublicación y, como ya he dicho, llegar hasta aquí ha sido una feliz hazaña.

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Este post es la culminación de más de tres años de trabajo diario e incansable.

Por fin os puedo anunciar, con nervios e ilusión, el título de mi próxima novela, la continuación de la historia de Olga y Ruth. El mismo que corona esta entrada.

Inflorescencia

Florece, así, en esta tardía primavera aquel bosque virginal que hemos abandonado hace ya unas cuántas páginas. Florece así, de nuevo, esta Miriam que necesitaba cerrar aquel capítulo de su vida, tan lejano ya, pero tan vivo al mismo tiempo. Y florece, también, mi incansable lucha personal por la libertad, por los sueños, por la unión, por el amor y por la defensa infatigable de las mujeres.

Y florece, así, la contraportada de la novela:

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Y florece, así, la portada definitiva. La imagen, de nuevo, de mi querida y admirada Elena del Palacio:

INFORESCENCIA (1)


SINOPSIS:

Una buena nueva guiará la vida de Ruth de vuelta a una Marafariña que luce sola. Lo que ella no podría imaginarse después de la catástrofe del Prestige, era encontrarse que luciría una espesura blanca.

Han pasado años desde que abandonó la libertad y su ser de esas tierras, pero tal vez nunca son demasiados cuando se acerca al tintineo hipnotizante y fresco del río, cuando se enfrenta ante la Iglesia tapiada de recuerdos o cuando alcanza la inmensidad de la playa.

Nunca es demasiado tarde cuando la tierra todavía es capaz de florecer.

“Las flores mismas han aparecido en la tierra, el mismísimo tiempo de la poda de las vides ha llegado, y la voz de la tórtola misma se ha oído en nuestra tierra” (El Cantar de los Cantares 2:12)

Y con el corazón encogido, mis venas llenas de emociones, nerviosa, feliz, atemorizada pero llena de esperanza, os digo que en julio de 2018 podréis al fin leer esta última historia.

¡Espero vuestros comentarios!

Y gracias, gracias, flores mías.

Un cúmulo de rechazos editoriales y…

Ya estamos en mayo. En Galicia la primavera se resiste a llegar plenamente, pero la Naturaleza no miente (no como las novelas) y ya hace semanas que las flores se dejan ver en los árboles, los campos y los arbustos. Llueve un poco menos, pero llueve. Y nos quejamos de la lluvia, pero déjala llover.

Ha sido un año largo si cuento desde ese abril de 2017 que decía que había terminado la secuela de Marafariña en un post de Facebook, tal vez os acordéis. Desde entonces, y tras muchas revisiones, correcciones y dudas, el borrador se terminó y estuvo dormitando fuera de los cajones, vivo, incómodo, pidiendo a gritos ser leído. Y con todo el amor, con todos los pedazos de mi alma que aún me quedan, esperé. La novela y yo esperamos juntas, rodeadas del cariño de esas personas que han creído, una vez más, en ella. Y empezamos otra batalla, una nueva. ¿Y si pruebo suerte con una editorial? ¿Y si, tal vez, lo consiga?

Hace tres años…

El #DiaDelLibro compartí una fotografía mía en la presentación de mi opera prima, allá por el 2015, celebrada en la Biblioteca de mi pueblo. Permitidme dejarla por aquí por si alguna de vosotras no la ha visto:

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Hay evidentes diferencias entre esa Miriam que se retuerce los dedos y sonríe plenamente y la Miriam que ahora está sentada con un café escribiendo este post. Y esas diferencias van más allá del corte de pelo y unos cuantos kilos menos (aunque sigo llevando esa camisa habitualmente). Esa Miriam fue la primera vez que jugó su papel de escritora, la primera vez que tuvo la ocasión de crecerse ante el público y demostrar lo que ella sentía frente a ese libro. Y sí, que está mal que yo lo diga, pero fue valiente, muy valiente. Tanto que a día de hoy, todavía, me sorprendo.

Desde entonces, como he dicho muchas veces, he intentando buscar mi lugar. Pero en ese año yo cogí carrerilla, estaba exultante, pletórica. Creo que fue uno de los años más importantes en mi vida, ese año con el que soñé desde niña. Y al año siguiente llegó Todas las horas mueren, una novela mucho más madura y donde muchos lectores apreciaron cierta evolución. ¿Y después? Después la carrerilla se paró y vino la realidad. La realidad que me indicó que el camino de la literatura era hermoso, mágico, que me había sembrado de nuevos amigos pero que, también, estaba lleno de soledad, de desengaños y de dificultades.

Me desmotivé. Y me hundí en varias ocasiones. Escribí la secuela de Marafariña durante dos años, años llenos de altibajos y de vacíos. De silencios. De dolor. Una Miriam del pasado ahogaba la garganta y la libertad de una Miriam nueva que quería huir. Quise dejar de ser escritora muy fehacientemente. No pude. Dejar esta pasión no resulta sencillo. Durante semanas, durante meses, mis letras eran vacías. A mi ese vacío me duele, me anula, me mata un poco. Es mi propia oscuridad. Puede resultar exagerado, pero no lo es.

Mi queridísima mujer me sacó a flote incansablemente y ella siempre creyó en lo que estaba haciendo. Tuve también amigas (¡qué afortunada soy!) que mantuvieron esa llama viva. Al final necesitamos que alguien tenga fe en nosotras, para que nosotras podamos seguir teniéndola en nosotras mismas.

Y aquí estamos otra vez. Todavía con las lágrimas resecas en las mejillas pero manteniendo la mirada viva de esa fotografía, de esa Miriam que ama la literatura sobre todas las cosas.

Buscando un hogar para Olga y para Ruth

Un sueño era publicar una novela. Otro era que fuera leída. Y otro era que fuera muy leída. Pero es verdad que cuando se alcanza un sueño, llegan más. Y más. Y más.

Y tenía la espinita clavada de encontrar un sello editorial que apostara por mi. Así que puedo definir el transcurso del tiempo de los últimos meses como esos en los que he buscando alguien que apostara por mi nueva historia con una ilusión de una niña. No creo que sea un caso excepcional, así que muchas sabréis perfectamente a lo que me refiero.

Pero el mundo editorial es opaco y difícil para mí. Busqué pequeñas firmas que, creía, podían encajar con mi novela. Además, quería que fueran algo que fuera fiel a lo que yo misma creía y esperaba de la literatura. Sí, el filtro es reducido, lo sé. Pero, ante todas las cosas, una escritora tiene que mantener el cariño y el espíritu que la ha movido siempre.

Para mi sorpresa, algunas de esas editoras y editores reconocieron mi nombre y mis títulos. Fue una alegría. Expresaron cierto talento y también decían algo sobre pocas posibilidades, títulos reducidos al año, falta de medios, noesloqueestamosbuscando. Si habéis buscado trabajo alguna vez durante un tiempo prolongado, la sensación es más o menos similar.

Aguanté el tipo. Mi nueva novela lo hizo conmigo. Pero las heridas iban estando ahí, como huellitas silenciosas. Y la motivación caía, peldaño a peldaño, como una daga deslizándose por la piel.

Y cuando mi esperanza daba los últimos coletazos, dos últimos mails negativos fueron la gota que colmó mi pequeño charco. Me permití llorar. Creo que es algo humano, admisible, lógico. Algo bonito, también. Llorar es como esa lluvia que mencionaba al principio. Llora, Miriam. No pasa nada. Eres fuerte igual.

Y al final…

Soy una idealista y una soñadora. Sino no me dedicaría a esto, sino no estaría aquí ahora mismo, escribiendo estas líneas. Y aunque en muchas ocasiones me he planteado abandonarlo todo (¿y quién no lo ha hecho alguna vez? ¡Perdónate, Miriam!), mi obcecación y mi amor real por lo que hago es mucho más fuerte. La literatura me salva la vida todos los días, no puedo darle la espalda así como así.

Han pasado muchas cosas, han sido muchos cafés conmigo misma y otros tanto con personas que me quieren y me comprenden. Y han sido muchos comentarios recibidos a través de estas fantásticas Redes Sociales que me hacen sentirme tan cerca de vosotras. Pero me hace feliz, realmente feliz, poder anunciar que…

Ninguna editorial ha apostado por Marafariña.

Tal vez esto no sea la noticia que yo esperaba dar, tal vez tampoco la más entusiasta. Pero si la vida no nos allana el camino, nos toca allanarlo nosotros con un poquito de constancia. O plantar flores (violetas) en lo alto de esas colinas para que sea más bonito alcanzar la cima.

La auténtica buena nueva feliz es que ya tengo fecha, ya tengo libro, ya tengo portada, ya tengo sinopsis. Y, una vez más, será la honorable auto publicación la que me permitirá acercar el desenlace de Olga y Ruth a vosotras.

Mis lectoras queridas y amadas serán mi sello editorial, serán mi garantía, lo serán todo una vez más.

Y yo lo estoy disponiendo todo para que este proyecto florezca este verano.

En unos días publicaré en este mismo espacio la portada y la fecha de lanzamiento… ¿Os quedáis para verlo?

 

 

 

La pequeña literatura

Mi vida está ligada a mi literatura. Mientras viva, de una manera o de otra, en esto seguiré. En sus mil y una facetas.

Siempre temo que llegue un día que no sepa qué escribir en este espacio o en las páginas en blanco de los títulos de los que quiero llenar mi biblioteca. A veces temo que llegue el desgaste, la desgana, el desencanto. Esa sombra que puede aparecer de un momento a otro. Pero al final, de una manera u otra, siempre sucede algo, siempre ocurre el impulso, el trampolín. Un pequeño gesto, un gran acontecimiento y un mínimo detalle que lo cambia todo. Mi vida está ligada a mi literatura. Mientras viva, de una manera o de otra, en esto seguiré. En sus mil y una facetas.

El otro día publiqué en mi muro de Facebook una reflexión que tuvo cierta repercusión. En ella me desahogué un poco con vosotros en un mal día en el que tenía la impresión de que este trabajo vacío no me llevaba a ninguna parte. Por un breve instante, estaba muy perdida y necesitaba contarlo. La cantidad de mensajes fue tan abrumadora que me di cuenta de que desanimarme y entristecerme por los fracasos era mentirme a mí misma y también a los que confiáis en mí, depositando vuestro cariño y vuestro tiempo en el rastro de letras que voy dejando por aquí y por allá.

Los pequeños detalles

Por diferentes circunstancias, desde pequeña, he conseguido encontrarme alegre con cosas muy pequeñas. Ahora, algo más crecida, me he dado cuenta de que el marco familiar en el que he crecido me ha permitido reparar en la textura y en los sonidos de los momentos de una manera peculiar. Esto es debido a que siempre he vivido con la enfermedad crónica rodeándome de un modo u otro, por lo que el paso de los años y el disfrutar del aquí y ahora han sido casi como una ley para mí. Siempre he sido muy consciente de la fugacidad de la vida, de que necesitaba aprovecharla bien si quería llevar a cabo una mínima parte de los sueños que siempre he perseguido con ahínco. Nunca me he permitido parar, pero eso no significa que no sepa descansar.

Me refiero a que yo no doy por sentado nada. Un día tranquilo, sin sobresaltos, sin malas noticias es un pequeño privilegio que exploto al máximo. La literatura se abre hueco entre las horas vacías como el líquido que se vierte sobre la espesura de un bosque. Yo vivo así, con esa impresión. No deprisa, no corriendo, no asfixiándome, sino sintiendo. Me ha llevado algún tiempo aprender a hacerlo así. Pero, si lo he conseguido, solo ha sido gracias a que la pluma nunca ha estado a gusto durmiendo en mi bolsillo.

Siempre he sido muy consciente de la fugacidad de la vida, de que necesitaba aprovecharla bien si quería llevar a cabo una mínima parte de los sueños que siempre he perseguido con ahínco. Nunca me he permitido parar, pero eso no significa que no sepa descansar.

Y los pequeños detalles están en todas partes, como la pequeña historia de la que os hablé hace algunas semanas. O en los libros que voy leyendo, que implosionan en mí y se expanden de una manera que me resulta difícil de explicar. O las personas que están a mi alrededor, de las que siento su cariño, su aprecio y su confianza. O de mí misma, protegida en mi pequeña guarida junto a mis dos felinos y a la mujer a la que más amo en el mundo. Con un café caliente sobre el escritorio y un puñado de horas deliciosas para mí. ¿Cómo no aprovecharlas? ¿Cómo no disfrutar, tan si quiera un poco, de todo aquello que he conseguido por mí misma? ¿Qué derecho tiene la Miriam más débil y de arrastrar tras de sí a la Miriam llena de energía que no quiere dejar de hacer y hacer y hacer?

Y esas historias

Me amarga pensar en una novela anclada en la oscuridad, privada de ojos lectores, una novela que no ha tenido su oportunidad. Que yace soterrada. Cuando escribo, temo que esa historia en la que estoy derrochando mis energías, pedacitos de mi alma y mi tiempo no llegue nunca a nada. Pero qué es nada. Temía eso con Marafariña y ha conseguido más de lo que jamás podía llegar a desear. Tenía menos miedo cuando publiqué Todas las horas mueren y resultó más sencillo. Ahora, inexplicablemente, siento más pánico cuando la secuela ya es más tangible, ya la tengo entre mis manos, ya me he podido despedir de ella.

¿Qué derecho tiene la Miriam más débil y de arrastrar tras de sí a la Miriam llena de energía que no quiere dejar de hacer y hacer y hacer?

Entonces, reflexionando sobre esto, he ido a pensar en Mangas Verdes. Mangas Verdes fue una saga juvenil que escribí durante cinco años de mi vida adolescente. La cantidad de horas en soledad que dediqué a esas aventuras son incontables, lo que significaba para mí tener ese micro universo en el que refugiarme me reportó mucha fortaleza y, sobre todo, motivos. Cuando la escribía, por supuesto, lo hacía para que otros, gente que la leyera, la disfrutaran y sintieran lo mismo que yo estaba sintiendo al hacer nacer esas historias. Si en esos momentos hubiera sabido que esas cinco novelas jamás verían la luz, que terminarían desestimadas y rechazadas (incluso por mí) me habría venido abajo, habría dejado de escribir, me habría sumido en un estado de desencanto absoluto. Pero eso yo no podía saberlo y, menos mal: inexplicablemente, de esa saga infantil surgieron muchas de las historias que estoy escribiendo ahora. Volvemos a esos detalles: en esto de la literatura nada, absolutamente nada, es vacío. Aunque pueda parecerlo.

Y no sé si en algún momento rescataré esas novelas. Lo que sí sé es que, de un modo u otro, siguen vivas y yo sigo queriéndolas. Y es en ese sentimiento donde todavía encuentro las ganas y el impulso de seguir escribiendo cada día, cada mes, cada semana, año tras año.

Volvemos a esos detalles: en esto de la literatura nada, absolutamente nada, es vacío. Aunque pueda parecerlo.

Literatura a pequeña escala

Aunque no estoy del todo de acuerdo con eso de pequeña, pero me quería referir a que la ambición es buena, pero la humildad también lo es. Sin atreverme a sumergirme en datos estadísticos, la literatura pequeña pertenece a esa mayoría de historias, textos, formas, novelas, cuentos, relatos… que no están en las estanterías de las librerías ni de los grandes almacenes. Son páginas sesgadas, algunas ocultas o leídas por unos pocos. No hablo aquí y ahora de la honorable literatura independiente, sino de todo lo que se muere durante el proceso creativo. Morir y proceso creativo, ¿por qué tendré esa facilidad para escribir dos contradicciones tan cerca? Pero ya entendéis lo que quiero decir.

Al escribir, como en la vida, tenemos que estar colmados de optimismo y de esperanza. Sino sería imposible. Y, aunque sabemos que muchas de esas letras a las que dedicamos empeño, fuerza e ilusión jamás llegarán a ser lo que queremos que sean, tenemos la obligación moral e implícita con nosotros mismos de seguir haciéndolas brotar. Primeramente, porque dejarlas dentro nos produciría demasiado dolor. Y, en segundo lugar, porque necesitamos vaciarlas para hacer hueco a unas nuevas. Esto funciona así, no para. El ciclo no se detiene jamás, no hay tiempo que perder… pero debemos perderlo al mismo tiempo.

Morir y proceso creativo, ¿por qué tendré esa facilidad para escribir dos contradicciones tan cerca?

Por eso tengo el ordenador lleno de novelas que no se han terminado con un inicio prometedor, de esquemas y borradores que ansío escribir y de personajes que nunca volverán a revivir en ningún caso. Y, aún así, ahí están. Solo míos. O de unos pocos. Y, si llegan a volar del abrazo de mi intimidad y dirigirse a la publicación, tan solo llegarán a unos pocos centenares. Unos pocos centenares que, para una escritora tan pequeña y llena de literatura como yo, es un infinito inabarcable. Me satisface, me hace feliz. Me regocija. Porque yo sé lo que siento con esto, y debería ser suficiente. Y también sé lo que he conseguido hacer sentir, y eso ya es más que suficiente todavía.

 

Foto de Joanna Kosinska en Unsplash

La literatura y la visibilidad de las enfermedades mentales

El pasado día 25 de enero celebrábamos el aniversario del nacimiento de Virginia Woolf. Además de conmemorar a una de las mejores escritoras británicas (y universales) y de remarcar a un icono del feminismo de los años 70, existieron diversos hilos y artículos que hablaban sobre la importancia de la visibilidad de las enfermedades mentales también en el ámbito de las artes, en particular de la literatura. La autora vivió una vida marcada por una aguda bipolaridad que, finalmente, la llevó al suicidio en 1941.

Escribiendo este artículo no puedo evitar acordarme de Sylvia Plath. La autora de La campana de cristal se suicidó metiendo la cabeza en el horno con tan solo treinta años de edad, tras luchar durante toda su corta vida con graves altibajos emocionales.

Los demonios y las musas

No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.

Virginia Woolf

Como otros muchos temas trascendentales, las dolencias de la mente fueron un tabú, motivo de una tortura oculta y enterrado en el secretismo más cruel. Hoy por hoy, su visibilización está mucho más naturalizada, pero todavía queda mucho por hacer.

Tanto Woolf como Plath dejaron la huella en sus obras del dolor que hirió sus mentes y mitigó su salud. Esa sombra era parte de ellas como lo era el color de su pelo o su don para la pluma. Casi podríamos pensar que se trata de una especie de maldición que acaece a un número cada vez más importante de personas en todo el mundo, tratándose de la primera causa de muerte no natural en España. Tal vez en su momento, ellas no fueran consciente del gran testimonio que dejaban tras de sí: un diario sincero y abierto de par en par para que, sus lectores presentes y futuros, pudieran saber cómo se sentía y cómo funcionaban sus mentes.

No resultan vacuas las referencias a la depresión y a otro tipo de enfermedades de la mente en las obras literarias. De hecho, se les ha otorgado cierto significado poético y romántico, tintándolas en el tupido velo del desamor o de la despedida. Pero, sabemos, estas dolencias no siempre están ligadas a un drama personal o a una tragedia íntima que nos ha desolado. En la gran parte de los casos, esa faceta oscura de nuestra cabeza nos pertenece casi al nacer. O aparece, sin más. Lo más grave es que existen personas que todavía no son conscientes de lo que les ocurre y que, además, tiene cura o, por lo menos, un tratamiento.

Aún era yo la criatura encogida y amargada a la que le han roto un sueño.

Carmen Laforet

Muchas otras grandes plumas sufrieron trastornos mentales que, sin embargo, no impidieron que su literatura brillara con luz propia. Tolsoi, Hemingay, Pizarnik o Allan Poe son otros nombres que vienen en a mi mente. Tal vez, si lo reflexionamos bien, no hay ninguno que, en mayor no menos medida, haya sido víctima de una dolencia psicológica más o menos intensa.

Ahora se me viene a la mente mi querida Carmen Laforet que se consideraba enferma psíquicamente. Ese espíritu y pensamiento torturado está impregnando en Nada y en La isla y los demonios. Una figura que, ahora, consideramos tan sobresaliente, vivió minada por la baja autoestima de sí misma hasta terminar consumiéndose. Es curioso como en su frágil fortaleza, los lectores que hemos llegado más tarde, podemos arañar las pinceladas de su camino, plagado de aprendizaje y de autoconocimiento. Y, además, podemos abarcar con un pesar inmenso la amargura y depresión que tintó su vida.

Mi experiencia personal

Siempre que he dejado marca en las páginas que he escrito hasta ahora sobre trastornos mentales no lo había hecho siendo consciente de la importancia que recae en su representación. Tal vez desde hace muy poco tampoco tenía identidad de ningún tipo de movimiento social como la libertad LGBT o el feminismo. Pero mis ideas van madurando y mi necesidad de lucha lo hace con ellas. Si he escrito pensando en otorgar justicia y comprensión al romance homosexual y el papel de la mujer, ¿por qué no iba a hacerlo saliendo en defensa de aquellos que sufrimos algún tipo de dolencia psicológica?

Tenía que estar tan emocionada como la mayoría de las demás chicas, pero no lograba reaccionar. Me sentía muy tranquila y muy vacía, como debe de sentirse el ojo de un tornado que se mueve con ruido sordo en medio del estrépito circundante.

Silvia Plath

Si habéis leído Marafariña podéis encontrar múltiples referencias en Esther, Olga, Valentín y la propia Ruth, quiénes reflejan diferentes trastornos tales como la depresión, la psicopatía o el TLP. Lo más importante en la trama radica en la manera en la que esta enfermedad afecta tanto al personaje que la padece como a su alrededor y a las acciones que lleva a cabo. Creo que es un retrato bastante fiel de cómo la ausencia de tratamiento (o un tratamiento poco efectivo) puede llevarnos a sufrir nosotros mismos y a resquebrajarnos de nuestros entorno.

A lo largo de mi vida he conocido de primera mano y en mi círculo más íntimo cómo actúan y cómo nos pueden afectar estos problemas. Con ocho años sufrí lo que se etiquetó en su día como depresión infantilpor la cual estuve a tratamiento psicológico durante varios meses. Creo que fue muy importante la decisión de mis padres de proporcionarme ayuda externa y, así, ayudarme a no estigmatizar mi problema. Para esa niña de ocho años que una profesional me indicara que cómo yo me sentía tenía una explicación real, fue un auténtico alivio.

Por supuesto, esta enfermedad volvió varias veces a mí (y lo seguirá haciendo durante toda mi vida). Pero con tiempo nos hemos hecho amigas, nos hemos unido y he sabido identificarla y manejarla. Al fin y al cabo, forma parte de mí. Llegar a este equilibrio no es fácil, exige autodominio y ayuda de un terapeuta especializado. En mi caso, fueron casi dos años de tratamiento intensivo y, diré, muy afectivo. A día de hoy, me considero una mujer nueva y muy capaz. Sobre todo capaz.

La visibilidad

Escribir ha sido mi mejor medicación, como para otros muchos antes que yo. Escribir me permitió exteriorizar esos sentimientos negros y comprenderlos mejor. Además, vi que los lectores los identificaban y eran capaces de sentirlos. Una vez más, ahí estaba, la herramienta más valiosa que poseo ayudándome a estar bien; y ayudando a otros a encontrarse. Tal vez esto sea un poco pretencioso, pero soy escritora. En un punto pequeño de mi ser soy pretenciosa.

Pero no solo escribir me ha ayudado. Sin duda, lo que más alivio me ha reportado ha sido la lectura y conocer esas grandes figuras que han vivido episodios similares a los míos. Y que, aún así, han sido capaces de escribir grandes obras maestras que perdurarán en el tiempo. El mérito es doble, o triple, en este aspecto. Es una hazaña que Woolf luchara con su trastorno bipolar y fuera capaz de trabajar en obras como La señora Dalloway Las olas, que Carmen Laforet tuviera la fortaleza de escribir Nada y ganar el Premio Nadal a pesar de su durísima depresión, que Silvia Plath nos dejara su La campana de cristal y sus preciosos poemas. Que dieran visibilidad a aquello que las estaba destrozando poco a poco.

¿Que qué es para mí la felicidad? Creo que carezco de conocimiento, sentimientos y argumentos para dar una respuesta a tal pregunta. Pero diría, con cierta valentía, que la felicidad es el imposible más posible que existe para el ser humano

Todas las horas mueren

 

Photo by Kinga Cichewicz on Unsplash

¡Nuevo logo y nuevo diseño web!

Lo sé, lo sé. Este blog se actualiza los miércoles y también sé que desde que tengo la costumbre de contaros mis novedades también por aquí, además de en mis Redes Sociales (donde os invito a seguirme, en FacebookTwitter e Instagram) estoy abriendo mi casa más de la cuenta… ¡Pero os prometo que no es a propósito! (aunque sé que os gusta tanto como a mí vernos más a menudo).

El motivo de esta actualización es que, como podéis percibir, he modificado el diseño de mi página web para hacerla más visual y resumir un poco mi contenido añadiéndole una portadaPelearme con wordpress ha merecido la pena, ya que hace mucho tiempo que tenía ganas de darle un lavado de cara a mi casa, para que estuviera más vistosa para vosotros. Además, hay que empezar a prepararse para lo que se avecina, ¿no?

Pero no solo eso (por favor, no os vayáis todavía). Y es que de manera tan altruista y desinteresada como siempre, Gemma Martínez ha diseñado un logo. ¡Sí, tengo un logo por fin! (otro pasito más hacia mi marca personal).

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La imagen que ha diseñado para representar este espacio es, en realidad, un escaparate poético de las historias que han formado parte de mi literatura durante estos años: una hoja (Marafariña), un reloj (Todas las horas mueren) y una flor violeta… Espera, espera, ¿una flor violeta? ¿Y eso?

Tal vez se avecinan esos cambios de os que tanto os he hablado. Tal vez están cerca, muy cerca.

¿Qué os parece? ¿Os gusta este nuevo enfoque? ¿Hay ganas de saber qué se esconde tras esa flor violeta?

¡Ah! Y no quiero irme sin antes deciros que, además, mis queridos Gemma y David ha iniciado una locura fantástica. Se trata de un juego de cartas llamado Indie Wars que os explican estupendamente en este post en su sitio web. Y no puedo dejar de mostraros mi avatar (que es, por cierto, ideal para este Halloween):

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Miriam Potter y Letra convertida en lechuza

¡Gracias por leerme de nuevo! ¡Que tengáis un fantástico inicio de semana!

 

 

 

Reseña a ‘Todas las horas mueren’ y homenaje a ‘Marafariña’ en el #DíaDeLasEscritoras

Hoy es un día muy raro, porque Galicia huele a ceniza y a dolor. Hay ese ambiente en las miradas de los gallegos que estamos heridos, y que no necesitamos banderas ni políticos para decirnos cómo tenemos que amar y querer lo que es nuestro.

Mis pensamientos están con todas esas hojas marchitas, esos animales fallecidos, con esa Naturaleza que está siendo asesinada. Y también, con mis vecinos, amigos y familiares que han pasado esta noche sin dormir.

Pero empieza a llover. Y no sabéis el alivio que eso me produce.

En mis novelas he reflejado sin pudor mi amor por mi tierra, mi país, por su espíritu libre y distinto. Y lo seguiré haciendo, porque me parece el lugar ideal para dejar volar la poesía.

Y parece mentira que todavía sigan naciendo reseñas de estas obras, que hacen ya más de un año que ha visto la luz. Como es el caso de Todas las horas mueren, mi segunda publicación. Una novela corta a la que me siento muy unida y de la que releo un fragmento casi cada día.

Por eso quiero agradecer especialmente a Libros y Mazmorras el haber escrito una reseña tan honesta, tan trabajada y tan pormenorizada. Empieza así:

Todas las horas mueren es una obra curiosa, que combina virtudes con algunos problemas de maduración de escritura. Encontramos dos historias paralelas, la de la anciana escritora Olivia y la joven maltratada Dorotea. Sus vidas se unen al final de una y el inicio de la otra en el Café de un remoto pueblo de Galicia. Entonces se ayudan a sanarse la una a la otra (hasta cierto punto).

Conocía el espacio, por eso tenía tanto interés y afán en conocer qué opinaban de mi literatura. Lo cierto es que incluso creo que han acertado al señalar sus flaquezas, algo que no siempre es fácil para el crítico literario:

Diría que la autora se esfuerza mucho en ser poética, en tener una prosa refinada y bien cuidada. A menudo le funciona. Luego llegan las ocasiones en que insiste una y otra vez en una idea, como si tuviera miedo de que no hubiera quedado lo suficiente clara

Y lo que más me ha llegado, es que ha sabido ver la clara influencia que ha tenido en mi la novela de Fannie Flagg Tomates Verdes Fritos.

Lo más curioso es que emplea el recurso de Pulp Fiction o de Tomates verdes fritos —entre otros— para formar una estructura que deje con más ganas de leer. Es decir, presenta escenas cortas alternándolas en diferentes momentos cronológicos, y así dar la impresión de que se cuenta algo más «grande»

Os invito a leer la reseña completa aquí. Y, también, no perder de vista ese espacio porque hacen un trabajo digno de admirar.

Captura

¡Pero aquí no termina la cosa! Porque comienza así de fuerte este lunes. Mi amigo y compañero de A Librería, David Pierre, ha tenido el detallazo de incluir una Reseña-homenaje de Marafariña en su espacio con motivo del #LeoAutorasOct

No podía evitar incluir a Miriam Beizana, mi mentora, en este octubre lleno de autoras. Por ello, hoy rescato una entrada del pasado y la retomo y remodelo porque su primera obra debe estar en este blog.

Actualiza asiduamente su blog Proyecto Ficción que os recomiendo seguir y leer. A pocas personas he tenido el gusto de conocer a las que el espíritu literario las mueva con tanta autenticidad.