Alemania
…Que me dijo que no quería ir más al mar, porque hacía unos días había naufragado uno de los barcos en alta mar y habían muerto algunos de sus amigos. Y yo solo pude apretar los labios al ver a mi marido, un hombre de mar, fornido y fuerte, llorar como si fuera un niño pequeño. ¿Qué podía hacer? Si le habían salido arrugas y más canas que nunca. Pero el pelo no se le caía, ¡eh! era frondoso. Siempre lo había sido. Yo reconocía en sus ojos azules el temor, el reflejo de las olas, el miedo a ahogarse lejos de casa. Sé que tenemos cuatro hijos, mujer, y que tienen que comer. Pero yo al mar no vuelvo. Y yo trabajaba dando de comer a esa cuatro bocas, limpiándoles la ropa, limpiando sus cuartos, cuidando de mi madre mayor (mi padre ya había muerto) y de mi tía, también mayor y, para colmo, alcohólica. Pero no la culpo. Después de la guerra muchos hombres y mujeres se olvidaron de ser felices. Las obligaciones me tenían exhausta. Era una mujer joven, joven lo que se puede considerar hoy en día. Pero vieja en espíritu, de verdad. El pelo rubio y muy rizado. Era guapa, ¿puedo decir que era guapa o es una frivolidad? Si eso, si tal, si puedes, luego lo reescribes. Bien. Que no, que no, que no quiero volver al mar.
… Y claro, ya me dirás tú qué podía hacer. Además, pasaron varios días de marejada y en Carnota nadie iba a faenar. Estaba mi marido derrumabado en el sofá, llorando sus muertos, mientras yo no tenía un minuto de descanso. A pesar de la desgracia, a pesar de la marejada, los platos había que llenarlos y limpiarlos después. Y había que ir al río a lavar la ropa. Me dolían las manos porque la piel de los dedos se me levantaba. Y la niña más pequeña solo tenía dos años, y la mayor apenas diez. Pero la mayor era una mujercita y tenía que colaborar. El siguiente, con ocho años, era un varón. Acompañaba a veces a su padre, pero ya tenía su sillón reservado junto a la chimenea. Y la del medio, con siete años, era traviesa, todavía libre. Y digo todavía porque yo sabía lo que nos esperaba a las mujeres.
…Una mañana fui a ver a un amigo mío que trabajaba en unas oficinas que buscaban trabajo en el extranjero. Llevaba ropa marrón. Hacía frío. O era el hambre. En invierno hacía frío y en verano también. Todos los días de esos años hizo frío, todos teníamos las entrañas congeladas. Y ese frío, niña mía, ese frío no se va nunca. En mis entrañas de mujer que ha parido cuatro vidas se conglomeraba el hielo como en cualquier otro útero. Era lo que tocaba. Solo era lo que tocaba. Total, que ahí fui, a la oficina. Y mi amigo, Carlos creo que se llamaba, tenía barba y estaba muy delgado. Me cogió de la mano y yo le sonreí. Me dio el pésame por los muertos en el naufragio, como dije, amigos de mi marido. Asentí. Y le dije que el hombre no me quiero volver al mar, le cogió miedo. Y el tal Carlos comprendió que le estaba pidiendo un billete a Europa. Un trabajo de esos remunerados, encerrados en aquellas fábricas, pero en tierra firme al fin y al cabo. Y Carlos me dijo puedo colarlo en uno de los trenes que van a Alemania, buscan mano de obra para la fábrica de bombones. Pero son cuatro hijos los que tenéis. Entre vivir allí y el envío de dinero, la cosa está justa. Y dudé, claro que dudé. Porque yo era la que cuidaba a los niños, la casa y a mi madre. Pero al final le dije si había trabajo para allí, si allí podían trabajar las mujeres. Sí, puedes trabajar en las máquinas. Cobrarás menos que él, claro está, pero puedes sumarlo. Pero, ¿vas a dejar a los niños en España solos? Porque, ¿sabes? los niños los iba a dejar yo. Mi marido, su padre, no. Él no. Cuando se trataba de dejarlos solos eran solos mis hijos. Pero no te olvides, no se te ocurra olvidarte, que si nos íbamos a ir a Alemania con una mano delante y otra detrás es porque mi marido no quería volver al mar. Eso apúntalo en letras bien grandes. Y yo, como su esposa, intenté buscar la situación. Una mujer tiene que cuidar a los suyos, para eso hemos nacido. Si él era infeliz, yo tenía que buscar la manera de ayudarlo. Además, que quieres que te diga. Yo no quería que se me muriera en el mar.
…Nos íbamos en dos noches. Mi marido me dijo que no era normal que una mujer dejara a sus hijos y a su familia pero, al mismo tiempo, le daba miedo irse solo. Me apoyó, pero me apoyó solo en el silencio del hogar. Entre los vecinos tuve que aguantar las duras críticas de ser una mala madre y una mala hija. Que necesidad tendrá de irse ella también, con que el hombre trabaje es suficiente. Él era valiente, yo era una mala madre. Mala madre. Terminé creyéndomelo. Pero yo lloraba por mis hijos lo que no está escrito. Y yo rezaba mirando a la cruz y me prometí a mi misma que, cuanto antes, volvería a España para llevármelos. Se quedarán con mi madre y con mi tía, estarán bien. Mala madre. Mi marido era valiente y yo era una mala madre.
…Llegamos de noche a Berlín, dormimos en una pensión y, a la mañana siguiente, sin comer, mi marido y yo nos presentamos en Storck, la célebre fábrica de dulces. Ese mismo día empezamos a trabajar. Él con los hombres y yo con las mujeres. Y qué mujeres, querida, qué mujeres. Que no nos entendíamos, que una era polaca, la otra turca y la otra sabe solo dios de dónde, pero ya nos queríamos y nos besábamos y llorábamos por nuestros hijos. Nos trataban bien, era un trabajo largo enfrente a las máquinas, pero las condiciones eran muy buenas comparado con lo que conocíamos en España. ¿Sabes qué hacíamos allí? ¿Sabes estos caramelos con el papel dorado que son muy dulces? Sí, los Werther’s Original. Y también los Ferrero Rocher y los Mon Cheri en época navideña. Nos dejaban comernos algunos mientras los preparábamos. Yo a veces iba cambiando: estaba en las máquinas de chocolate o de envolver según las horas. Poco a poco fueron queriéndome, hice amigas, más bien hermanas. Me sentí parte de algo, de ellas. Ellas que habían dejado familia e hijos. Ellas que eran yo. Y yo era ellas.
…A los meses, pudimos comprarnos una casa a las afueras, una casa de campo, muy grande. Entonces me enteré de que mi madre estaba muy enferma. No pude viajar a España. Y me dolía por ella y por mis hijos, pero necesitábamos seguir ganando dinero para asegurarnos un futuro. Además, por muy buenas que fueran las condiciones, eso de las vacaciones y los permisos era otro cuento. Allí se trabajaba sí o sí.
…Tardé doce meses en poder ir a Galicia. Fui sola, mi marido no pudo acompañarme. Lloré la tumba de mi madre, aguanté las injurias de los vecinos y soporté cómo mis hijos, sobre todo la pequeña, me miraban como una extraña. Durante un tiempo para ellos solo fui la mujer que los había abandonado y vuelto para llevarlos a tierras extrañas donde no entendían cómo hablaban los otros niños. Sufrieron, sí. Porque no fue fácil la escolarización ni la vida. Además, estaba mucho tiempo solos, porque había que trabajar. Y trabajar y trabajar.
… Yo les llevaba caramelos y bombones. El capataz nos regalaba bolsas llenas todos los viernes. Y un extra muy generoso en verano y navidad. Cuando las trabajadoras salíamos cargadas de dulces, algunos niños corrían para que se los dieran. Qué momento, querida, qué momento. Y con qué poco se podía hacer felices a esos críos. Fui feliz trabajando, sí. Muy feliz. Yo en el trabajo descansaba.
…En casa me encargaba de las tareas, pero mis dos hijas mayores crecieron y fueron siendo las responsables de la comida, la compra y la colada. Al tiempo, el niño y la niña mediana entraron a trabajar en la fábrica. La mayor se había casado y se había ido a España. Sí, así de rápido pasan los años. Y en todo este tiempo, el valiente de mi marido cayó en los demonios del alcohol, como mi tía. Y nos pegaba y había gritos. Te lo cuento así, tal cual, pero era algo tan común que ya ni nos sorprendía. Yo le decía a mi hija pequeña que se encerrara en su cuarto con un cubo por si tenía ganas de ir al baño hasta que yo llegar a casa. Qué cruel, ¿verdad? Pero antes no se podían denunciar esas cosas. No.
…Odié a mi marido. Lloraba con mis compañeras en la fábrica, hasta que caí enferma. Del corazón. Lo creas o no, tal vez no lo creas, fue una bendición. Porque mi estado de salud me permitió volver a España, ya jubilada, con un sustento mínimo para empezar una nueva vida. Compré un piso en Cee con mis dos hijas. Volví sin él. Lo abandoné allí, a él y a su alcoholismo. Mala mujer, decían. Sí. Pero ya no me afectaba. Pero él, el hombre que no quería volver al mar, regresó a las cercanías de ese Océano para morir. Cirrosis. Una muerte lenta, terrible, en soledad. No lo fui a ver al hospital, mis hijas sí (qué benevolentes). Tampoco al entierro. Pero, te parecerá una tontería, aun así lloré su muerte. Supongo que es lo que hacíamos las mujeres, sufrir. Sí. Habíamos nacido para querer y para sufrir…
Apuntes sobre el 8 de marzo: El Día de la Mujer
El Día Internacional de la Mujer se celebró por primera vez el 19 de marzo de 1911 en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza.
Menos de una semana después, murieron 146 mujeres y 71 resultaron heridas en el incendio de la fábrica de Triangle Shritwais de Nueva York. Habían sido quedado encerradas en el edificio sin posibilidad de escapar.
Este día y este pequeño homenaje lo celebraré por ellas.
Nota: Este texto pertenece a un relato real de una mujer muy importante en mi vida. Es mi forma de homenajear su fortaleza, su tesón y su valentía. Este 8 de marzo también es por ella.
Gracias a Deborah por ayudarme a escribir esta historia real.
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