Con seis canciones de Paula Mattheus

Mi nueva novela trata, a grandes rasgos, sobre el dolor que provoca la literatura.

De hecho, a día de hoy, si no hubiera ocurrido todo esto, ya estaría en vuestras manos y, quién sabe, ya habríamos hecho un puñado de presentaciones. Y eventos. Y nos habríamos estado abrazando y reencontrando en vuestras, nuestras, ciudades. En fin, la realidad no siempre es la que elegimos. Ahora nos ha tocado esta y, aunque la carencia de abrazos quema en nuestras pieles y la ausencia de voz en las gargantas nos llena de aridez el alma, debemos continuar un poco más.

No me gusta escribir aquí mucho sobre mi vida real, pero esta situación ha sido tan excepcional que me voy a permitir ciertos detalles. Como algunas sabréis, me dedico profesionalmente a las finanzas en el sector industrial y yo seguí desplazándome a trabajar desde que todo esto estalló. Aún así, las horas en casa empezaron a crecer por ajustes en las jornadas por seguridad. Dos meses, más o menos, a solas conmigo misma. Sin ver a nadie, sin abrazar a nadie, con la soledad abrasando mi propio trastorno de ansiedad.

Lo que tenía muy claro es que tenía que sobrevivir. Y escribí. Claro que escribí. Aprovechamos para revisar la nueva novela (que ya es una realidad, aunque vosotras no sepáis nada). También sigo trabajando en otra historia que terminé durante el verano pasado (el verano cero) y, además, en el confinamiento di por finalizada una novela corta. La saturación de historias, en estas primeras semanas, fue brutal.

Pero empezó a doler.

La literatura siempre ha sido algo muy frágil para mí. Algo que amo y odio. Algo de lo que he intentando desprenderme muchas veces porque, en ocasiones, se convierte en mi peor pesadilla esa necesidad imperiosa de transformar los sentimientos en historias intimistasY mientras escribí y releí esas tres historias, todavía inéditas, fui quebrándome un poquito más. Un día lo supe, supe que ya no podía más.

La escritora de antaño no se molestaba con ese dolor que albergan las páginas; pero ahora es distinta. Ahora tengo tantas cicatrices que no me puedo permitir dejar sangrar las heridas ni un poquito (es que se infectan, ¿sabéis?).

Y, total, que les he cogido miedo. A esas mujeres, a sus fantasmas, al miedo al amor, a sus familias, a su pérdida, a sus desafíos, a su valentía. Me reconozco a veces y, otras, me pierdo. Soy torpe, inútil, a la hora de escribir escenas felices. Soy demasiado honesta en los capítulos sobre el dolor. Me desnudo otra vez. Yo me prometí no desnudarme jamás.

Que me pierdo, perdonad. ¿He hablado de Septiembre ya? Sí, con mayúsculas. Ella me dijo una vez que me alejara de los libros, que depender de algo tan frágil como las letras era como suicidarse. Me reí, pero sus ojos estaban tan empañados que tuve miedo. Pensé en Carmen Laforet (pienso tanto en ella) y en su Nada, y en su Isla y sus demonios. Ojalá hablar con ella, ojalá contarle lo que ocurre. Como ella se lo contaba a Elena Fortún. ¿Dónde está mi Elena Fortún?

¿Y mi Celia? ¿Mi niña traviesa que llena de aventuras las páginas de mis historias?

Le digo a «M» que desde la última sesión no había conseguido escribir apenas nada. Me pregunta por qué. Le digo que me duele. Pero que lo echo de menos. Me dice que hay que ser pacientes y que necesito descansar. Le digo que si no escribo no duermo. Me pregunta que si estoy leyendo. Eso sí, le confirmo. Villette de Charlotte Brönte, una maravilla. Eso es bueno, dice.

¿Sabes?, le digo (ahora hablo más sola, ahora casi no interviene, es como si ya no la necesitara), me estoy pasando estas semanas en casa, haciendo yoga y ejercicio, con el humificador de esencias y los libros por toda la casa. Las gatitas y sus pelos en todas partes. Y siempre, a todas horas (que mueren) suenan las seis canciones de Paula Mattheus. 

Apaga el Skype y así me quedo yo, otra vez. Quizás después de la sesión la ansiedad pellizca un poco menos. Sé que al cabo de un rato volverá. Ahora se puede salir a correr. Lo suelo hacer de noche, antes de dormir. De cualquier modo, he empezado a cogerle un miedo patológico a la cama y a veces me tumbo en el sofá y amanezco allí. Con todo dolorido (me refiero al cuello, la espalda, la cabeza, el orgullo, la nostalgia).

Ese día al despertar me doy cuenta de que no le dije a «M» que echaba mucho de menos a mi abuela. Y mientras me froto los ojos noto que tengo lágrimas. Joder (y otra serie de tacos). Como odio algunas cosas de mí misma.

Pero ayer también me reí, pensé mientras torpemente preparo café y analizo que tengo el estómago revuelto y que ese día tampoco podré desayunar. Sí, también me río mucho. Con mis amigas, salvándome sin darse cuentas, todos los días al otro lado del teléfono. Qué gracioso, pienso. Y yo sin contarles nada, y yo sin decir nada.

Y yo mintiendo, como buena escritora que soy.

Aquella mañana (esta, la de ayer) empieza encendiendo el Spotify y poniendo una canción de Paula Mattheus. Suenan seis antes de irme a la ducha (no deshice la cama). Qué rutina más triste y hermosa la nuestra, ¿eh?

(Me gusta escribiros por aquí de vez en cuando, mujeres mías, ¿cómo estáis?)


Lista de reproducción de Paula Mattheus (no os la podéis perder)


Photo by Harmen Jelle van Mourik on Unsplash

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También esto pasará

Me he dado cuenta que llevo desde el 6 de febrero sin actualizar mi página web. Es justo lo que nunca hay que hacer, pero la verdad es que sucedieron muchísimas cosas que pusieron en stand by mi vida y, además, os he mantenido al tanto de todo en mis redes sociales. Os invito a seguirme en Instagram y Twitter sino lo estáis haciendo ya, porque allí sí que estoy activa casi a diario.

Como os habréis imaginado, la situación actual provocada por el Coronavirus ha paralizado toda actividad literaria y cultural, por lo que muchas de las presentaciones que Maite Mosconi y yo teníamos programadas con Guerreiras de Lenda han quedado suspendidas y ha limitando gravemente el lanzamiento y vida útil de esta obra infantil. La incertidumbre del momento nos impide saber qué decir al respecto, pero lo que sí estamos seguras es que cuándo sea seguro, volveremos a la agenda y a estar cerca de vosotras.

También hemos tenido que cancelar algunas de las presentaciones planeadas en diferentes lugares del país de Asalto a Ozlo que me ha provocado una pena enorme. Aún así, estamos organizando cositas gracias a las redes sociales. Estad atentas que el carrusel no se detiene nunca.

Supongo que para muchas serán días complicados. Estamos en casa, es verdad. Algunas en situaciones muy difíciles, otras han perdido el empleo o están pasando este confinamiento en la soledad más absoluta. Calma. Esta es una situación excepcional y dura. Nos ha paralizado la vida, los sueños, los planes y, estaba claro, no estábamos preparadas en ningún caso. Pero el peso de la resignación tiene que cobrar fuerza ahora, tenemos que asumir que el presente que nos ha tocado vivir es este y que una causa muy justificada nos lleva a paralizarlo todo.

En lo personal, estas semanas de pausa me están ayudando a sacar de dentro muchas cosas que no he tenido ocasión liberar antes. Al fin y al cabo, es muy probable que nunca vuelva a ocurrir algo así: algo tan fuerte que nos obligue a quedarnos en casa durante varias semanas, sin posibilidad de ver a nadie y con todo el tiempo del mundo para mirarnos. Sí, para mirarnos. Y sé que nos da miedo. A mí también. Pero lo que también sé es que lamentarse nunca ha servido para nada.

Me prometí a mí misma que sería fuerte desde el primer momento, como lo fui en los últimos grandes golpes que recibí en mi vida y de los que todavía no estaba recuperada. Es verdad, no os lo voy a negar. Todavía siento un dolor profundo y estoy aprovechando (¿esto se puede decir así?) para vivir un doble duelo por pérdida. Está saliendo a borbotones, como la sangre de una herida. Me detengo durante horas a analizar por qué me sigue doliendo el pecho, por qué sigo teniendo pesadillas y a razón de qué llorar resulta tan sencillo. Y calma.

Pero hay momentos para otras cosas. Para descubrir y dedicarle tiempo a las personas que antes no podíamos hacerlo. Parece paradójico, pero tenemos largas horas en el día para llamar y escribir a esas amigas y familiares que nos importan y para las que parece que nunca tenemos un hueco. ¿Lo estáis probando? Es lo más bello que me estoy encontrando en este confinamiento. A veces me paso más horas al día al teléfono que haciendo cualquier otra casa. Y videollamadas. Y nos reímos. Y luego fantaseamos en lo que vamos a hacer después. Nos prometemos que habrá un después. Claro que sí. También esto pasará.

Son horas, son días, para querernos. Para querer. Para mimar. Para tener paciencia con nosotras mismas. Para decirnos todo lo que nos queremos y para no renunciar nunca a mostrarnos tal y como somos. Creo que yo estoy viviendo lo peor y lo mejor de mí en estos días. Estoy echando de menos a personas que nunca volverán pero, también, me estoy dando cuenta de que cada vez menos y que me gusta en la mujer en la que me he convertido. Os reiréis, quizás, si os digo que pongo música y bailo sola. Que me cocino a mí misma. Que beso a mis gatas. Que escribo febrilmente sin tregua y anhelante de que me leáis.

Además, dentro de todo esto, aunque hemos tenido que posponer el lanzamiento de mi nueva novela, estamos preparando algunos eventos online para ir desvelando detalles y hacer más amena esta espera y amortiguar la desilusión.

Espero que estéis conmigo, que me acompañéis y que, juntas, sepamos llegar a un futuro que estoy segura será mejor.

Os quiero, mujeres mías.

Photo by Pablo Giménez 

 

Trans women are women

Escribo este post sintiendo un dolor agudo y una profunda decepción. También como una ignorante. Porque yo creí que eso de la sororidad unida al feminismo nos otorgaba un poder que nadie podría arrebatarnos: la fuerza de comprendernos, de estar juntas, de ser invencibles. Creí que dentro del movimiento para conseguir la igualdad de derechos entre mujeres y hombres no existía espacio para el racismo (error), la homofobia (error), el clasismo (gran error) o la transfobia (error, error, error).

Si bien es cierto que la controversia y la diversidad de opiniones en cualquier ámbito es inevitable, sigo sin apoyar ni comprender los discursos que, desde un punto de vista superior opinan y dan sus argumentos en contra de otro colectivo. Se les llena la boca, los teclados de sus ordenadores, los artículos de los medios digitales de comunicación para dar pie a sus ideas. ¿Y lo más terrible? Que eso está viniendo de parte de mujeres, en su gran parte escritoras (que son las que yo sigo más de cerca) a las que admiro, que ponen en tela de juicio que las mujeres trans puedan incluirse dentro del ámbito de los derechos de las mujeres no trans.

Me suena hasta raro escribirlo.

Entonces me doy cuenta de que no sé nada o que, quizás, soy una ingenua. Porque yo en ningún momento me planteé abrirle o no la puerta a nadie a una manifestación, a un debate, a un grupo, a una organización cuyo único fin es lograr la igualdad de los derechos de las personas. Pero poco a poco fui buceando, cada vez sintiendo más miedo y más dolor, y transformando ese dolor en rabia. 

Y esto me lleva a Kate Millet y a su política sexual. Y leyendo sobre su vida me doy cuenta de que fue duramente rechazada por su condición de mujer lesbiana dentro del colectivo feminista. Claro, podemos pensar que hace ya algunos años de esto y que hoy no sería igual. Pero cuando empiezas a hablar con una compañera mujer hetero sobre las diferencias entre ser una mujer lesbiana y una mujer hetero en materia de privilegios se produce una incomodidad.

No podemos decir que hay mujeres que tienen más privilegios que otras, eso atenta contra el feminismo.

¿No podemos decirlo?

Si no podemos decirlo, entonces es que estamos profundamente equivocadas. 

Luego llegan los ataques. Los ataques a dolor a nuestras hermanas, a nuestras amigas, a las mujeres trans que están siendo excluidas cruelmente de algunos grupos feministas. A las que se les están dedicando artículos que explican por qué ellas no deben estar en la lucha feminista. ¿Y lo peor? Es que estos artículos llegan, o son compartidos, por mujeres icónicas del feminismo para mí (y para muchas otras) lo que hace que el impacto sea más árido.

De pronto, sin más, empezamos a quedarnos huérfanas.

Leo y hablo a diario con mujeres trans. Las busco. Curioseo en sus Twitter, leo sus relatos, busco sus historias, entrevistas y novelas. Hace un tiempo no me gustaría etiquetarlas así, como tampoco me gustaba etiquetarme a mí misma. Me he dado cuenta que la no-etiqueta solo nos invisibliza. Por favor, perdonadme. Perdonadme si no lo hago bien, si me equivoco. Todos los días intento mejorar y aprender.

Perdondadme también por escribir este artículo, fruto de una punzada de traición y de desasosiego acumulada durante semanas. Me quedo helada antes estos ataques, ante esta transfobia horripilante que viene de parte de las que debían de daros, darnos, la mano. No quiero ni imaginarme cómo os sentís vosotras, vulnerables, atacadas, siendo ignoradas y excluidas de un movimiento que necesitáis tanto, o incluso más, que nosotras.

Y podría citar los nombres que he identificado durante las últimas semanas como mujeres que consideran que las mujeres trans no son mujeres. Pero lo cierto es que no quiero que esto se convierta en una rivalidad, en una caza de brujas (como decía Kate Millet también). Sólo espero que, con el tiempo, podamos seguir luchando, trabajando y aprendiendo, solventar estos errores de pensamiento y caminar hacia un punto en común.

¿Mientras tanto qué podemos hacer?

Mientras tanto gritemos. Seamos activistas. No nos callemos. Denunciemos las injusticias. Tengamos debates pacíficos. Si son insuficientes, elevemos el tono de voz. Demos un golpe en la mesa.

Seamos consecuentes con el grado de injusticia y dolor que el pensamiento de las feministas TERF están inculcando entre nosotras: entre todas las mujeres, sin distinción, amen a quien amen y sean cómo sean, provengan de dónde provengan.

Trans women are women

Photo by Sharon McCutcheon on Unsplash


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En materia de género y feminismo, podéis verme en viernes 17 de enero en la Librería Berbiriana (en A Coruña) a las 19.00h acompañando a mi querida Silvia López hablando de La política sexual de Kate Millet. 

2019: El año que me encontré a mí misma

«É unha desas veces en que as cousas que se poden complicar complícanse absurdamente e, sen ningún ruído, levan por diante a vida que soñamos»

Le robo esta frase a Berta Dávila (de su novela Carrusel, Galaxia, 2019) para definir mi año completo. Como sabéis, ya es costumbre en esta casa resumir los años llegados a este punto. Casi siempre lo hacía por mí, pero en esta ocasión creo que lo hago más por vosotras. Si miro hacia adentro puedo cometer el error de pensar que no tengo nada bueno que contar de estos doce meses. Y, en realidad, esto no es cierto. 

Quizás haya sido uno de los años más duros de mi vida. Y quizás 2020 también lo vaya a ser porque los problemas, sus dolores, sus raíces y sus enfermedades siguen su curso y no hay manera de cortarlos de raíz. En fin, tengo miedo. Y ese miedo me ha llevado a volcarme a escribir como una posesa, lo que resume un año lleno de literatura, editoriales que me han apoyado, grandes amigas que han estado ahí y, por supuesto, la nueva familia que me he visto obligada a crear.

La soledad me ha permitido encontrarme a mí misma y, dentro de mi dolor y de mi sufrimiento, he encontrado unas perlas de felicidad maravillosas. Citaría aquí vuestros nombres y llenaría páginas y páginas de agradecimientos. Pero me limitaré a daros todo lo bueno de mí a cambio de haber permanecido a mi lado cuando casi no podía ni parpadear.

Pero hablemos de libros.

De las historias que han culminado este año feminista, intimista, lésbico, plagado de sororidad:

De lo más bonito que me ha ocurrido ha sido toparme con las muchachas de Les Editorial gracias al Premio Misteria, en el que se incluye mi relato finalista A Raíña. Viajar a Madrid y conocerlas a ellas y al resto de autoras invitadas será un momento que no olvidaré nunca.

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No me quiero olvidar de que mi relato A Pastoriña también quedó finalista en el concurso Curtas de Animais Fantásticos. Mi primera publicación oficial en gallego que acompañé autopublicando en Lektu mi relato A Soa enfermidade con motivo de las Letras Gallegas.

A soa enfermidade

Como fin de fiesta, tengo que agradecer también a los chicos de Dos Bigotes por invitarme a formar parte de la antología de Nueva Narrativa Queer Asalto a Oz con mi relato Procura Olvidarme

Asalto a Oz

Y, como este año todavía no ha terminado, espero que estéis atentas a esta página web y a mis Redes Sociales porque en breves podré anunciar una nueva publicación para estas Navidades en compañía de mi querida meiga y amiga Maite Mosconi…

Como sabor agridulce, he de decir que cesé mi actividad en A Librería y Café Librería desde el mes de junio y que, desde entonces, leer ha sido una tarea pendiente y dificultosa, salvo maravillosas excepciones.

Aunque he de decir que este tiempo me ha permitido encontrarme y centrarme en escribir, por lo que he sacado adelante un borrador que, si todo sale bien, verá la luz en algún punto de 2020 y otra novela corta que busca un hogar (editoriales, queredme). 

Pero ha habido cosas bonitas: como el Ignotus que hemos ganado con el podcast#CaféLibrería en la Hispacon de Valencia y que me ha permitido volver a encontrarme con mis queridas Carla Plumed, David Pierre, Gemma Martínez… ¡Y además conocer a la famosa Elisa! Y aprovechar para reecontrarme con mi vieja amiga Gemma Jordán, a la que siempre llevo en el corazón.

Ahora la casa que David, Gemma y yo construimos e hicimos crecer con el resto de colaboradoras, se unifica con la web Café de tinta y da paso a un nuevo comienzo en el que les deseo la mejor de las suertes. De vez en cuando, ya sabéis, espero que podáis leerme y escucharme por esos lares.

Y, dicho todo esto, y sin querer despedir aún diciembre, quiero daros las gracias de nuevo por haber permanecido a mí. Por respetar mi espacio y mi silencio y por aceptar esta nueva yo que todavía lucha por saber quién es. De momento, tan sólo soy una escritora que vive con sus dos gatas, que sigue leyendo mujeres en la literatura y que anhela ser leída.

Feliz Año y Felices Letras, mujeres mías.

Photo by Hulki Okan Tabak on Unsplash

Los trozos de las hojas que rompimos

Cuando era pequeña, arrancaba las hojas a mi paso y las iba quebrando entre mis manos. Era un gesto inconsciente, producto de mi nerviosismo. Y es que de niña vivía con un miedo constante a todo, como si fuera capaz de adivinar lo que me depararía la vida. Lo que era seguro es que ya al nacer la sombra negra se pintó bajo mis ojos y ya jamás me abandonó.

Creo que nunca supe formar parte del mundo en el que me tocó vivir. Entonces sé que mi infancia, adolescencia y madurez fueron un compendio de errores de los que nunca he conseguido limpiarme las secuelas. Lo único que era seguro es que la religión y mi creencia en Dios marcaban mi vida. Lo reconoceré a duras penas, pero tenerlo a ÉL me mantenía anclada a la vida. Me otorgaba la identidad de la que muchas otras personas carecían. Me consideraba más inteligente, más afortunada. Una pieza que formaba parte de algo. Y había venido a esa vida con un propósito muy estipulado.

Tuve que dejar de creer en Dios porque no se me permitía ser quién era. No fue sencillo despedirme de esos pensamientos, de los rezos por las noches y de todas aquellas amistades y familia que formaban parte de esa vida. Tenía diecinueve años y lo había perdido todo a cambio de la libertad: mi cuerpo estaba golpeado por la violencia, mis emociones eran difusas y no sabía qué debía de sentir, a mi lado solo cabía el peso de la soledad. Ahí todo empezó a cambiar.

Luché mucho por recuperarme de todo aquello pero creo que nunca fui capaz. En lugar de salir reforzada de una experiencia dura y difícil, me quedé con las rodillas rotas y la autoestima inexistente. Pero seguí, porque me había hecho la firme promesa de intentarlo. Así que me esforcé por amar la vida que todavía me quedaba, aunque pesaba demasiado a pesar de mi juventud. Y creo que vi la luz.

Amar siempre me resultó demasiado sencillo. Creo que traspasé mi fe religiosa en la fe en las personas. Creí en la bondad, creí en el amor natural y desinteresado. Creí que entregándolo todo y esforzándome día a día por seguir haciéndolo todo cambiaría. Creí que podríamos construir un mundo mejor. Recuperé esa luz perdida, con parte de sus sombras. Y tuve ganas de sonreír, de disfrutar de cosas de las que nunca antes había sido capaz de disfrutar.

Tiemblo, ahora tiemblo, si me pongo a recordar la dicha que puedo sentir a mis espaldas y que ya no me pertenece.

Pero ahora mismo siento que vuelvo a tener esos diecinueve años. Estoy de frente a esa Miriam que ya no sabía caminar porque se le habían quemado los cimientos. Ahora siento que me he estrellado al caer de un precipicio inmenso. Estoy viva, pero no puedo salir de aquí. Sobre mí, no dejan de caer los trocitos de las hojas que alguien rompe desde lo alto. Muy alto. Tan alto que no puedo ni verla.

No sé lo que hago, no sé dónde están las horas que transcurren y no sé quién soy. No sé lo que valgo ni lo que valdré. Tampoco sé que he venido a hacer aquí. Obstinada creí que tú podrías salvarme y salvarnos. Creí que el sur también formaría parte de mi y que me regalabas su sol y sus gentes. Yo ahora pienso que quizás nunca tuve tal privilegio, que podía ver el oro de lejos pero que jamás sería mío. Aprieto los dientes ante este pensamiento. Me siento tan arrasada que, temo, no ser capaz de volver a ser lo que me gustaría ser. Me siento tan perdida que, quizás, encontrar el sentido de las cosas sea ya un imposible.

Me gustaría saber qué hago con las horas, con los teatros, con los paseos, con los cafés, con los viajes. Qué hago con las noches que no dormíamos y qué hago con el hogar que nos pertenecía. Qué hago con lo acontecido, cómo lo coloco en mi mente (de diecinueve años) en un cuerpo que se supone de una mujer fuerte. Y qué hago con las olas del mar que me cuesta tanto contemplar ahora. Y qué hago con las canciones, con los libros, con el olor a tabaco en el salón.

Y dime qué hago con la resiliencia que se ha roto. Qué hago con los pedazos de hojas que se canalizar por el pasillo blanco, cuando enciendo incienso para olvidarme de las sombras, cuando acaricio a Letra que me pregunta a cada rato a dónde me he ido que no estoy allí.

Y cómo crezco ahora. Cómo manejo la soledad que se cuela entre mis dedos y entre mis muñecas. Que ya no sé lo que se me permite hacer ni a dónde quiero dirigirme. Siento que me he olvidado de cómo se caminaba y necesito que alguien me coja de la mano y me lo indique. Que alguien regrese para llevarme a dónde los sueños todavía podían cumplirse, y dónde cabía esperar algo bueno de tanto dolor pasado.

Ahora echo de menos tener el privilegio de poder rezar. El no sentirme sola jamás cuando me acostaba por las noches y podía contarle, tal vez a la nada, todo lo que me atemorizaba. Lo he intentando hacer pero ya nadie responde. Qué frío. Frío al sentir que me he equivocado tanto que he obtenido lo que mis equivocaciones me hicieron merecer. Frío al sentir los trocitos de esas hojas que, todavía, permanecen en mi almohada.

 

Photo by Maite Tiscar on Unsplash

Lo que pierdes por ser lesbiana

Yo creo que todas podemos estar de acuerdo en una única cosa: vivir es perder.

Desde que nacemos hasta que llegamos a nuestro fin, vivimos una constante pérdida. Perdemos tiempo, juventud, energías, ganas, alegrías. Perdemos belleza, vamos perdiendo sueños. Perdemos amores, familiares, amigas. Perdemos. Es algo de lo que, en mayor o menos medida, nadie es capaz de huir.

Por suerte, cada vez pesamos menos.

Transcurrimos por esta vida con dolorosa ligereza, de puntillas.

Con el alma más liberada y, al mismo tiempo, más aprisionada por nosotras mismas.

Es un hecho, además, que por ser mujer estás expuesta a perder más. Y, por qué no decirlo, y ya que estamos en el reinvindicativo Mes del Orgullo, particularmente por ser una mujer lesbiana.

Puedo dedicar este párrafo a hablar de todo lo que hay hemos perdido y es irrecuperable. Los años anteriores al 2005 en nuestro país, en los que el matrimonio era imposible. Así, hemos perdido incontables parejas que no han podido ejercer su derecho legítimo a unirse legalmente como el resto de las personas. Y, perdonadme, 2005 es una fecha tardía e insuficiente. ¿Cómo podemos devolverme esas vidas perdidas a las que no las han tenido? No podemos. Ese dolor, ese estigma, ese sufrimiento, siempre formará parte de todas nosotras. Lo sabemos: no podemos permitirnos el lujo de olvidarlas.

Pero no hace falta ir muy lejos. Esta misma semana, la imagen de dos mujeres violentamente golpeadas en Londres sacudía las Redes Sociales, los periódicos y nuestra libertad. La razón: su orientación sexual. A veces, todavía hoy, todavía en nuestro país (o en países muy cercanos) existen mujeres del colectivo que se quitan la vida por no poder soportarlo. O que entierran lo que son por el miedo y por la maldita culpa (la religión, el machismo, los valores…). A día de hoy, mientras lees este post, hay una niña muy cerca de ti sufriendo por esos sentimientos que, tal vez, nadie le quiera ayudar a entender.

Perdemos.

No solo lo perdido (que es, en cierto modo, irrecuperable) si no que seguimos haciéndolo. Y hablo con conocimiento de causa, de lo que a veces prefiero no ver ni sentir, pero está ahí. Aunque todavía tengo la gran suerte de convertirme en una mujer afortunada por el lugar del mundo en el que el sorteo me ha hecho nacer y crecer. No puedo olvidarme de las hermanas que viven en los 169 países donde los derechos de las personas homosexuales no están reconocidos. Y no solo eso, sino que en muchos de ellos es un delito incluso castigado con la pena de muerte.

Eso lo estamos perdiendo hoy en día. Ahora. Ahora mismo. Ahora mientras izamos las banderas de arcoiris. Que no son banderas, que son lágrimas de rencor y dolor. Que intentamos disfrazar con las ansias de reivindicar y de la alegría. Pero estamos rotas. Aunque eso, tal vez, solo nosotras podemos saberlo.

Y yo también he perdido mucho. Creo que por eso tengo ojeras y, a veces, me cuesta respirar. He perdido a casi toda mi familia, he perdido el derecho a ser una más y he perdido el amor de algunas personas a las que quería y, creía, me querían a mí. He perdido una religión que amenazó con destruirme y me he convertido en una expulsada, en una persona a la que le tienen que girar la cara por la calle. Y que, a veces, debo pedir perdón por el daño causado.

Eso lo pierdo. Aunque ya tenga casi veintinueve años, haya resuelto mis conflictos y sea independiente. Y pierdo la libertad de pasear por mi pueblo de siempre (prefiero huir de allí) o de encontrarme con mis amigas de siempre (que muchas no se esfuerzan en entenderlo, que te juzgan, que te preguntan, que te pierden). Y pierdo la libertad de expresar mi vida en pareja en mi lugar de trabajo, con temor a incomodar a alguien (más que de incomodarme a mí).

Pierdo sí.

Y pierdo cuando al escribir me preguntan si soy lesbiana, si escribo para lesbianas, si voy a escribir alguna vez algo que no sea de lesbianas.

Ser de lesbianas.

Perdonarme. Os pido perdón. Os pido perdón por tener que ser yo la que os abra los ojos, aunque os duela, y os tenga que decir que la ignorancia y la falta de afecto os ha corrompido y os hace perder también. Sí. Perdéis. Porque nos estáis perdiendo a nosotras mismas. Nosotras, que tan solo anhelamos amarnos y traeros luz.

Photo by Chase on Unsplash

A la segunda persona

No puedo permitirme seguirme mintiendo.

No, no puedes.

Este domingo, como otro de tantos domingos, estaba caminando hacia la playa. Hacía sol y había personas por las calles, dirigiéndonos al mar como si fuera lo que nos puede salvar. Al final buscamos esa pequeña liberación, porque ninguna de nosotras estamos cómodas dentro de la urbe gris. Somos animales salvajes, aunque intentemos negarlo. La Naturaleza es el latido que nos da razones para abrir los ojos un día más.

Hay un puñado de kilómetros hasta la costa. Así puedo pensar mientras los rayos me miman y el aire cálido me irrita los ojos y me despeina. Qué capricho. Y yo que me creía perdida estoy podando mi propio laberinto. Lo estoy poniendo bonito —las tijeras pesan pero ya no me cortan los dedos— y lo decoro a mi gusto —el color violeta, las pisadas blancas de los pensamientos—. Y abro la ventana para que entre esa luz. No voy a seguir privándome de mi misma.

Miro las ovejas. También gallinas. Es la magia do meu país, que parece ajeno a las cosas feas que ocurren más allá. Tengo música en mis oídos pero no la escucho. Entre los recovecos se cuela el sonido de mí misma. ¿Cómo es ese sonido? No lo sé, pero me gusta. Siempre me he respetado mucho. He luchado por mí cada día desde que soy pequeña. ¿Alguien se atreve a negarlo? El sufrimiento y los dolores se han traducido en una persona con grandes metas y afán de crecimiento. Que, al mismo tiempo, disfruta de las pequeñas cosas —como este paseo a la playa, como el café en la terraza de mi bar favorito, como leerme esa novela— en la que otras personas no encuentran más que vulgaridad.

Estoy creciendo —¿me ves?— aunque nadie más sepa darse cuenta. No me importa. Siempre me he bastado. De niña besaba mis propios labios en el espejo y hoy no tengo problemas en hacerlo. Arranco algunas hierbas a mi paso, me las llevo a la nariz y luego las acaricio. Negarme a mí misma sería un crimen, un ultraje. ¿Te acuerdas de cuándo era capaz de reírme? Claro que te acuerdas, me río cada día, con más esfuerzo que nadie pero también con más verdad.

Pasáis la vida de puntillas pensando que es más sencillo, pero arrastráis tras de sí el vacío hueco de no ser nada. O de ser lo que todas las demás son. 

Perdonad. Ya abandono la segunda persona.

Me ha costado llegar a entender que a nadie le tiene que importar lo que hago y lo que soy. Desde Dorotea sé que nadie va a querer y comprender mis historias y mis relatos —y a mí— como yo misma. Son mis mejores amigas, nadie sabrá verlo. Al principio esto me dolía, me parecía que el esfuerzo era fútil y estéril.

Pero María Fornet me dijo: Y si no escribes, ¿qué haces?

Nada.

Lo dicho, os parecía un esfuerzo fútil y estéril.

Y yo, sin embargo, en esos rincones propios —habitaciones—he encontrado las razones para vivir. Mi anhelo y mi esperanza. A través de eso me he escapado muy lejos —y vosotras no podéis—. Voy un poco por encima de las nubes. Da vértigo, da miedo. Da libertad. A veces miro al mundo con indiferencia.

He crecido demasiado. Ahora puedo me puedo permitir detenerme a jugar.

Photo by Dexter Fernandes on Unsplash

Es que necesito intentarlo, ¿sabéis?

Es que esas entradas personales que escribes, Miriam, no le interesan a nadie.

Escribes y te dibujas. Te expones. ¿Puedes dejar de hacerte daño?

¿Y si cambias de enfoque y de género? ¿Y si intentas escribir algo más comercial?

¿Y si eres diferente a cómo eres?

Sí, ¿y si te conviertes en otra persona mejor? No puedes seguir siendo así.

No, no puedo. Tenéis razón.

Pero necesito intentarlo, ¿sabéis?

Buscar lo que soy porque, creo, todavía no lo tengo muy claro. Lo bueno es que ya no estoy cansada, ya no me encuentro derrotada ni me arrastro por los suelos del desencanto y la desesperación. Me he vuelto a reencontrar, solo que no de la manera que esperaba. El viaje que estoy llevando a cabo me fascina, en serio. Algún día, os prometo, compartirlo con vosotras porque estoy segura de que os puede ayudar.

Llevo meses haciendo cambios en mí y en mi vida. Por inercia, también está cambiando mi literatura y mi forma de leer. Estoy menos pero estoy mejor. Estoy dejando huecos entre mí y entre mis historias, un escudo de defensa, una distancia prudencial. Tal vez estoy intentando ser inteligente y, tal vez, lo esté consiguiendo. Lo único que sé con certeza es que la tristeza me estaba abrumando demasiado y, poco a poco, me iba apagando como una vela expuesta en una tormenta.

Mi rutina y mi presente no son sencillos. Mi situación profesional y personal es delicada. En ocasiones, sentirme sola y desprotegida me hace querer hacerme un ovillo y desaparecer. O no volver a salir de casa. Ni de la cama. Pero cada día me he esforzado por encontrar un atisbo de luz y salir y continuar. Con una obcecada terquedad. Y tengo que agradecer al grupito de personas que, cada día, con una paciencia deslumbrante, sacaban parte de su tiempo en recordarme por qué estoy aquí.

Sé que mi sentimiento de soledad es injustificado.

Y contándoos un poco más de mis proyectos literarios, cómo os contaba hace unos días en mi Instagram, tengo entre manos una antología en gallego (¡autoría compartida!) y mi próxima novela. Esta última está siendo tratada con mimo y cariño y, además, buscando una casa bonita que quiera darle vida. Pero todo se andará y, espero que más pronto que tarde, os pueda dar una feliz noticia.

Lo sigo intentando.

Espero que os esté gustando esta nueva Miriam. Que me echéis de menos por esta habitación propia tanto como yo a vosotras. Y que tengáis paciencia, que sigáis ahí cuándo el tiempo pase y yo pueda volver a traeros cosas nuevas. Yo, os prometo, que aquí permanezco. Que no dejo de leer novelas de mujeres y comentándolas en A Librería y en HULEMS. Y lo hago por mí, pero también por vosotras.

Hablando de mi novela (qué bonito será poder deciros el título), os adelanto que gran parte de la trama se ambienta en Melilla. Que me voy a ir unos días a refugiarme allí entre sus calles, sus mares y sus gentes. Que pensaré en ella y pensaré en vosotras. En ese rincón del mundo dónde siempre vuelvo a nacer.

¿Nos leemos?

 

Photo by Brian Patrick Tagalog on Unsplash


Aprovecho para recordaros que hemos grabado un nuevo podcast en el que hablamos de Las Mujeres que Rompen el silencio. Contamos con dos entrevistas muy importantes: una charla extensa con Tensi de Lecturafilia en la que hablamos de María Fornet, Tránsito Editorial, Dos Bigotes y Alpha Decay. Y también, una entrevista con la editora jefa de la editorial Crononauta, Elena Lozano.

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Réquiem. [2018]

Me he puesto a releer todas las entradas de este año poco a poco. Para recordarme a mí misma sobre qué podía escribir este post. Algo que fuera más allá de un dolor personal íntimo y un desencanto poderoso. Tengo un sabor agridulce en el alma (¿a caso puede tenerse otro sabor para hablar del fin de algo?).

Tiré con ansias de esta mochila llena de sueños al arrancar este 2018 que se me venía encima y ha superado incluso a las dificultades del año anterior. Son como rocas que van cayendo encima. ¿Los años? ¿La realidad cada vez más apremiante? ¿Que llueve mucho más a menudo? ¿Que la soledad no es un sentimiento fácil de mitigar? No lo sé. Aun con todo lo que he vivido, me siento una poderosa ignorante. Una inexperta.

Recuerdo que empecé enero con muchas ganas de leer y escribir sobre Mujeres en la literatura. En ellas (gracias, gracias, gracias por acompañarme) encontré la mayor parte de mis motivos y encontré esa fe que sentía haber perdido. Pero recuperar la fe no es una tarea fácil. Yo diría que es imposible.

Supongo que me voy a pasar toda la vida intentando encontrarle el sentido a un mundo que no para de renacer.

He vuelto a escribir mucho sobre mí, exponiéndome en cierto modo. Nunca me había pasado, pero por primera vez, desnudarme de esta manera me hizo sentirme vulnerable y sentí miedo. Desde esta perspectiva, me he arrepentido de abrir mi alma de tal manera. Siento que he dejado salir mis debilidades; y hacerlas conocer puede resultar peligroso. Pero ser escritora es esto, ¿cómo puedo negarlo? ¿Acaso no estoy preparada todavía para la valentía que implica todo esto?

Aún así, quise sacar algo de coraje y seguí hablando de mí, de vosotras y de otras mujeres a las que conozco y que no están libres de estigmas. Hablé de cómo pueden influir nuestras mentes y sus dolencias en la forma de entender nuestra literatura.

¿Por qué me está costando tanto rememorar? Antes de traspasar esta palabras a este blog estuve escribiéndolas en mis cuadernos. Últimamente tiemblo al empuñar la pluma. Que alguien me la quite del pecho, por favor. Lo hice con tanto ahínco que mis dedos se mancharon de tinta. Incluso las palmas de mis manos. Las escondía para que nadie las viera, aunque era ridículo. Aunque pudieran ver los rastros de mis letras, jamás adivinarían qué contenían. Mi auténtica verdad aparece velada a los ojos ajenos.

Pero a mí no me dais miedo vosotras. Vosotras me hacéis quereros. Me hacéis quererme. Vosotras, las que sois pocas pero tan grandes. Las que habéis creído y apoyado esta pequeña literatura. Que habéis llenado de sororidad este espacio

A vosotras que os he leído durante todo el año, pero con especial cariño durante el mes de octubre. A vosotras que tuve el gusto de conoceros y abrazaros en el Celsius de este año, mi primera vez y no será la última. Vosotras que me enseñáis el significado del amor real y del que no lo es. Vosotras que me llevasteis a conseguir todo lo que he conseguido este año:

La inauguración de mi canal de Youtube.

La publicación de mi relato El tren en Lektu (finalista del XI Premio de Cuentos de Melilla).

El inicio del precioso podcast Café Librería dónde hablamos de literatura y de autoras.

El ser finalista en el Premio Misteria de Les Editorial

El ser seleccionada para la Antología Actos de Fe de Editorial Cerbero.

 

La publicación mi tercera novela, Inflorescencia. La conclusión de una vida anterior.

 

Y, ¿después?

Después mi habitación propia se queda vacía.

Después, a pesar de todo, mi habitación propia está vacía.

Y esta escritora se siente cada vez más y más transparente.

Porque así me he venido sintiendo. Así me siento. Y no sé durante cuánto tiempo así me sentiré. Los círculos que van creando en el río las piedras que tiro, esas que llevo en mis bolsillos, son todavía pequeños, difusos. Supongo que tienen un mensaje, pero yo no lo sé interpretar. Lo dicho, tenéis que perdonarme. Soy torpe e ignorante todavía. Llevo años tropezándome con mis propias piedras.

Releyendo mis entradas, como os decía, he leído a una mujer cansada. Una mujer rodeada de un aura de soledad muy profunda, que está alrededor pero que nace dentro de sí también. Nace y brota de una eterna fuente que quiero cerrar, pero lo único que puedo hacer es bebérmela día tras día.

También he encontrado ganas de renacer, de florecer, de recuperar la frescura.

Pero, ¿eso cómo se hace? ¿Cómo se deja de ser lo que se es y se es algo nuevo? ¿Algo mejor? ¿Cómo se limpia la negrura de entre los pliegues de los sentimientos?

¿Vosotras sabéis cómo se hace?

No es nada sencillo el camino hacia el autoconocimiento. Nada. Por eso, muchas veces, nos olvidamos de nosotras mismas y de saber quiénes somos. A mí también me ha pasado.

No solo me he sentido transparente para el resto, sino también a mis propios ojos. Mis manos. Mi alma. Mis motivos.

Pensaba que todo estaba bien pero era más sencillo que eso.

Simplemente, me limité a no estar.

Y ahora, tan solo supongo, que tengo que llenarme. Descansar.

Encontrar lo que he perdido. O tirado.

Ahora tengo que recuperar el aliento.

M.B.V

Diciembre, 2018


 

Las pesadillas y mis miedos

Le tengo miedo a la oscuridad desde que soy una niña.

Creí que esto se iría cuando fuera haciéndome mayor. Pero al crecer y convertirme en el intento de mujer madura que soy ahora, ese miedo se ha convertido en terror. Entre las sábanas (tan frías, qué frías están) de la cama me siento vulnerable ante un todo que me abruma.

Aunque puedo decir que los fantasmas que me asustaba cuando era pequeña han ido cambiando. A veces me asusta más lo que hay afuera de mi habitación que lo que hay en ella. Ya no son las sombras lo que me atemoriza, ya no es un monstruo bajo el colchón. Ya no se trata de criaturas mitológicas que ideaba mi infantil imaginación. Tampoco es el miedo a la llegada del armagedón que me pillara llena de pecados y de lastres, el no superar la prueba final de un dios del que me sentía atemorizada.

Y no, ya no me aterra sentir lo que siento, ser cómo soy y aceptarme. Ese letargo ha sido terrible pero ya lo he dejado atrás. A veces si pienso en la cantidad de noches asediadas de pesadillas por odiarme siento un dolor intenso y me gustaría poder haberme ahorrado ese sufrimiento tan vacío.

Pero el terror sigue ahí. Es el terror a la ansiedad. El terror a no comprenderme.  El terror a mí misma y el miedo a mis propios pensamientos. ¿De dónde salen y quién les ha dado permiso a entrar aquí, en mi paz que ya no existe? Es el terror a que suene el teléfono móvil de madrugada. La angustia de tener que decir adiós. De tener que despedirte. De tener que despedirme.

La desesperanza de que me tiemble la mano al acariciar el otro lado de la cama y que ella no esté allí esa noche. Ni la siguiente. El temor a mirar el calendario y leer en él tan solo ausencias, tan solo el no estar. El temor a mirar el calendario y no encontrar fuerzas de afrontar ese día.

Esa semana.

El horrible pozo del fin de semana.

Ahora apunto las pesadillas al despertarme. La primera libreta se ha llenado y hoy he empezado otra. Subrayo las palabras que se repiten.

El miedo a la soledad, el miedo a quedarme sola.

El miedo al silencio.

La enfermedad. La enfermedad. La enfermedad.

La enfermedad y su soledad. El perderme. El ciclo. Que se vuelva a repetir. El ver las sombras en la pared y no reconocer mi propia silueta. El ver mi rostro y que no me guste.

No, que no me guste no. Mejor: el ver mi rostro y que esté lleno de lágrimas y de mocos. Y de ojeras de no dormir. U ojera de dormir demasiado pero soñando cosas que me dan miedo, como una tortura extraña.

Dejo dos lucecitas encendidas. Una en el pasillo y otra dentro de mi cuarto. Cuando me despierto sobresaltada ellas, tan generosas, crean iluminación para que mis sentidos físicos sepan ubicarse. Me aferro a la cama.

El gato está encima de mí. La gata ronronea a mi lado.

Parecen decirme que está todo bien.


 

¿Quieres ver también mi último vídeo del año?

 

Photo by Mink Mingle on Unsplash