Los trozos de las hojas que rompimos

Cuando era pequeña, arrancaba las hojas a mi paso y las iba quebrando entre mis manos. Era un gesto inconsciente, producto de mi nerviosismo. Y es que de niña vivía con un miedo constante a todo, como si fuera capaz de adivinar lo que me depararía la vida. Lo que era seguro es que ya al nacer la sombra negra se pintó bajo mis ojos y ya jamás me abandonó.

Creo que nunca supe formar parte del mundo en el que me tocó vivir. Entonces sé que mi infancia, adolescencia y madurez fueron un compendio de errores de los que nunca he conseguido limpiarme las secuelas. Lo único que era seguro es que la religión y mi creencia en Dios marcaban mi vida. Lo reconoceré a duras penas, pero tenerlo a ÉL me mantenía anclada a la vida. Me otorgaba la identidad de la que muchas otras personas carecían. Me consideraba más inteligente, más afortunada. Una pieza que formaba parte de algo. Y había venido a esa vida con un propósito muy estipulado.

Tuve que dejar de creer en Dios porque no se me permitía ser quién era. No fue sencillo despedirme de esos pensamientos, de los rezos por las noches y de todas aquellas amistades y familia que formaban parte de esa vida. Tenía diecinueve años y lo había perdido todo a cambio de la libertad: mi cuerpo estaba golpeado por la violencia, mis emociones eran difusas y no sabía qué debía de sentir, a mi lado solo cabía el peso de la soledad. Ahí todo empezó a cambiar.

Luché mucho por recuperarme de todo aquello pero creo que nunca fui capaz. En lugar de salir reforzada de una experiencia dura y difícil, me quedé con las rodillas rotas y la autoestima inexistente. Pero seguí, porque me había hecho la firme promesa de intentarlo. Así que me esforcé por amar la vida que todavía me quedaba, aunque pesaba demasiado a pesar de mi juventud. Y creo que vi la luz.

Amar siempre me resultó demasiado sencillo. Creo que traspasé mi fe religiosa en la fe en las personas. Creí en la bondad, creí en el amor natural y desinteresado. Creí que entregándolo todo y esforzándome día a día por seguir haciéndolo todo cambiaría. Creí que podríamos construir un mundo mejor. Recuperé esa luz perdida, con parte de sus sombras. Y tuve ganas de sonreír, de disfrutar de cosas de las que nunca antes había sido capaz de disfrutar.

Tiemblo, ahora tiemblo, si me pongo a recordar la dicha que puedo sentir a mis espaldas y que ya no me pertenece.

Pero ahora mismo siento que vuelvo a tener esos diecinueve años. Estoy de frente a esa Miriam que ya no sabía caminar porque se le habían quemado los cimientos. Ahora siento que me he estrellado al caer de un precipicio inmenso. Estoy viva, pero no puedo salir de aquí. Sobre mí, no dejan de caer los trocitos de las hojas que alguien rompe desde lo alto. Muy alto. Tan alto que no puedo ni verla.

No sé lo que hago, no sé dónde están las horas que transcurren y no sé quién soy. No sé lo que valgo ni lo que valdré. Tampoco sé que he venido a hacer aquí. Obstinada creí que tú podrías salvarme y salvarnos. Creí que el sur también formaría parte de mi y que me regalabas su sol y sus gentes. Yo ahora pienso que quizás nunca tuve tal privilegio, que podía ver el oro de lejos pero que jamás sería mío. Aprieto los dientes ante este pensamiento. Me siento tan arrasada que, temo, no ser capaz de volver a ser lo que me gustaría ser. Me siento tan perdida que, quizás, encontrar el sentido de las cosas sea ya un imposible.

Me gustaría saber qué hago con las horas, con los teatros, con los paseos, con los cafés, con los viajes. Qué hago con las noches que no dormíamos y qué hago con el hogar que nos pertenecía. Qué hago con lo acontecido, cómo lo coloco en mi mente (de diecinueve años) en un cuerpo que se supone de una mujer fuerte. Y qué hago con las olas del mar que me cuesta tanto contemplar ahora. Y qué hago con las canciones, con los libros, con el olor a tabaco en el salón.

Y dime qué hago con la resiliencia que se ha roto. Qué hago con los pedazos de hojas que se canalizar por el pasillo blanco, cuando enciendo incienso para olvidarme de las sombras, cuando acaricio a Letra que me pregunta a cada rato a dónde me he ido que no estoy allí.

Y cómo crezco ahora. Cómo manejo la soledad que se cuela entre mis dedos y entre mis muñecas. Que ya no sé lo que se me permite hacer ni a dónde quiero dirigirme. Siento que me he olvidado de cómo se caminaba y necesito que alguien me coja de la mano y me lo indique. Que alguien regrese para llevarme a dónde los sueños todavía podían cumplirse, y dónde cabía esperar algo bueno de tanto dolor pasado.

Ahora echo de menos tener el privilegio de poder rezar. El no sentirme sola jamás cuando me acostaba por las noches y podía contarle, tal vez a la nada, todo lo que me atemorizaba. Lo he intentando hacer pero ya nadie responde. Qué frío. Frío al sentir que me he equivocado tanto que he obtenido lo que mis equivocaciones me hicieron merecer. Frío al sentir los trocitos de esas hojas que, todavía, permanecen en mi almohada.

 

Photo by Maite Tiscar on Unsplash

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La supervivencia y el dolor

Leí este tweet de Nieves Delgado y pensé en cómo lo comprendía. Luego pensé qué era bonito y triste ver que lo comprendía.

No, hay muchas cosas peores que morirse.

Existe mucha tristeza en lo que he escrito desde siempre, es un secreto a voces. Tengo la impresión de que muchas de mis queridas amigas y lectoras lo hacéis precisamente por esa tristeza que se cuela entre los recovecos de las palabras. No podemos culparnos a nosotras mismas, es raro que la vida resulte fácil para nadie. Es difícil escapar, aunque sea un poco, de los ramalazos de desesperación, problemas, dolor e incomprensión. La existencia se nos complica demasiado, y lo hace demasiado a menudo. Los días se retuercen como serpientes que pretenden morderse la cola. Y a nosotras nos abraza en el medio, asfixiándonos, pero no lo suficientemente fuerte para matarnos. No, hay muchas cosas peores que morirse.

Desde muy pequeña, como ya sabéis, me he familiarizado con el dolor. Y la literatura siempre ha sido mi medicamento favorito y lo sigue siendo. Pero escribir también duele y se crea una dualidad desesperante en ocasiones. Por eso también he encontrado alivio en el deporte que es donde, tal vez, más refugiada y mas alejada de mi realidad me puedo sentir cuando lo práctico. Supongo que no viene mucho a cuento, pero esta es mi habitación propia (y la vuestra) y necesito contároslo todo, todo lo que hace que esté aquí.

Llevo tiempo arrastrando del mismo timón. Ese timón implica una situación personal muy compleja e imposible de explicar, que ha hecho que sintiera como, poco a poco, esos demonios de los que tan bien habla Carmen Laforet, hubieran vuelto poco a poco. Ha habido días en los que he pasado miedo, días en los que no he sido capaz de hacer nada, días en los que tampoco he sentido nada y días en los que, simplemente, me he esforzado por seguir porque siempre he sido una superviviente obcecada en serlo (gracias, Rosa Montero).

Espero que a vosotras no os sean familiares estos sentimientos. Pero estoy segura de que sí. Y por eso, como yo, estáis por aquí, buscando también vuestro propio alivio.

Pero cuesta, ¿sabéis?

Y este pequeño sitio, mi ventana, dónde puedo encontrarme y encontrarnos me exime de muchas cosas. Lo creáis o no, este espacio es el único dónde siento que puedo respirar. Donde soy esta Miriam que escribe y habla de mujeres que escriben, y es capaz de ponerse ante una cámara y sacar esa sonrisa. Luego todo lo demás se hace muy difícil, ¿escuece? Espero que a vosotras no os sean familiares estos sentimientos. Pero, tal y como dice Nieves Delgado, estoy segura de que sí. Y por eso, como yo, estáis por aquí, buscando también vuestro propio alivio.

Así que en ocasiones miro a mis libros en la estantería y me enfado con ellos porque no son capaces de ayudarme. Luego cojo esa nueva historia e intento sumergirme en ella pero no me deja. Y mis lecturas, a veces, se vuelven áridas en mi boca porque tienen más realidad que la propia realidad. Y en ellas encuentro las respuestas: que es posible que este dolor no se escape nunca, que permanezca siempre ahí, que no se vaya a ninguna parte.

A veces pienso que es porque desde siempre he sido una consciente obsesiva de que el tiempo pasa deprisa y que la posibilidad de enfermar y morirse está a la vuelta de cada día. Suena frío, pero es así. La enfermedad y la muerte prematuras siempre me han estado rodeando como un fantasma al que ya no tengo miedo. Y lo peor de la muerte es que no siempre implica la no existencia, a veces te permite seguir viviendo pero en un cruel estado de letargo.


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¿Te has quedado con ganas de más? ¡Puedes escuchar el podcast #CaféLibrería en el que inauguramos el #LeoAutorasOct! Nada mejor que las letras que curan.

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Ellas, nosotras, vosotras: Testigos de Jehová

Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Tal vez es que yo ya no paseaba demasiado por las calles del pueblo donde me crié, porque muchos motivos habían propiciado mi mudanza hacia tres años. O tal vez cuatro. No supe cómo reaccionar, pero en ese instante me costaba caminar con normalidad como si me hubiera vuelto torpe de repente.

Quería saber si me miraba o no. Y sí, me miraba. Incluso se detuvo en su caminar. Yo, por inercia, me paré también. Pensé en el análisis que estaba realizando de mí misma. La miraba. Conocía ese maquillaje tímido en el rostro pero, sobre todo, reconocía el uniforme del servicio de campo: una falda por debajo de las rodillas (preferiblemente hasta los tobillos) y una blusa recatada y formal. Llevaba la misma chaqueta de lana de siempre y el cabello recogido en una coleta sin gracia. No me salieron las palabras, porque me sentía culpable y avergonzada. Porque era consciente de lo que se decía de mí en la Congregación de los Testigos Cristianos de Jehová.

—Miriam.

Dijo. Y sonrió. Yo di un paso al frente. Yo también le sonreí, con una mezcla de alegría y extrañeza. Al fin y al cabo, Patricia y yo habíamos sido amigas durante algún tiempo. Unas amigas especiales, eso sí. Porque nuestros planes eran salir a predicar la palabra de puerta en puerta los sábados y los domingos por la mañana, o quedar para repasar la Atalaya alguna tarde de lunes. O nos sentábamos juntas en las reuniones y en las asambleas. Y hablábamos, sí. Hablábamos de muchas cosas. Patricia confiaba en mí, y yo confiaba en ella. Sin embargo, jamás le conté cómo me sentía en realidad, jamás le confesé la losa que arrastraba. Patricia, mi amiga Patricia, se enteró de todo como los demás: mis ausencias a las reuniones y el posterior anuncio de la expulsión pública de la organización.

Le tendí la mano pero ella me abrazó y me dio dos besos. Cuando la volví a mirar, elevando la mirada pues era muy alta, tenía lágrimas en los ojos. Sabía que ella no podía hablar conmigo. Que ninguno de ellos podía hablar conmigo. Cuando una testigo de Jehová era expulsada, se convertía en una apestada, una repudiada, en un ser detestablemente invisible. Me había acostumbrado a esa situación, pero no por ello me resultaba menos complicada. Para mí, por el momento, las personas no podían ser invisibles.

—Te veo tan bien, Miriam.

Volvió a decir mi nombre. Siempre me ha emocionado que las personas pronunciaran mi nombre. Me hacían sentirme viva.

—Gracias, Patricia.

—Te queda bien el pelo corto. Y se te ve feliz. Tenía miedo de que no estuvieras bien. Pero yo sabía que sí. Yo sabía que tú antes no estabas bien.

Llevaba en la mano una pareja de revistas. Por qué permite Dios el sufrimiento. Tal vez Patricia se hacía esa misma pregunta, pero seguía mostrando ese rictus eternamente sosegado. Sentí una punzada de dolor en el pecho.

—Sí… gracias. Pero han sido unos años largos. No ha sido fácil poder llegar a sentirme así —confesé, como queriendo otorgarme un mérito vacío.

—Lo creas o no, se te respeta. De verdad. Para mí fue doloroso escuchar que ya no estabas entre nosotros, ya sabes lo que eso implica pero… —Me cogió de la mano. Di un respingo—. Te conozco, fueron muchos años siendo compañeras. Sé que tenías fe auténtica, y también sé que pusiste todo de tu parte por seguir siendo quién tenías que ser.

—Ya —respondí, sin entenderla.

—Sé que eres lesbiana —replicó. Yo me atraganté con mi respiración y tosí—. Lo siento, no te lo he dicho como algo despectivo. Sé que intentaron hacer que fueras diferente. Estar con ese hermano no tuvo que ser fácil para ti.

No fui capaz de responder, pero asentí. Me sorprendía la libertad con la que las palabras de Patricia volaban de su boca. Una hermana bautizada y asidua predicadora aceptaba mi nueva orientación sexual con una tolerancia abrumadora. Quise abrazarla, quise preguntarle por qué había tenido que sufrir tanto. Y quise preguntarle qué pensaba de mi. Pero sus ojos eran limpios, bonitos, sinceros y amigables.

—Pero ahora estoy bien —dije, simplificando un puñado de años en una sola frase.

—Se te ve bien. Se te ve tú. Tú, Miriam, que siempre tenías esos ojos tan tristes.

Patricia tenía que irse. También sabía que miró alrededor para ver si alguien nos estaba mirando. Y que volvería a casa con cierto peso en la conciencia por estar hablando con alguien como yo, alguien con quién no debía hablar.

—A ti también se te ve muy bien, Patricia.

—¡Oh! Bueno. Me voy a casar en un mes con un hermano que conozco desde hace unos meses. Se apellida Ferreiro, como el cantante. Así que a partir de ahora seré Patricia de Ferreiro.

Soltó una risita cargada de pena. Otra mujer más, pensé, como yo. Mujeres cristianas, creyentes, sumisas. Casadas. Que perdían su voz y que perdían, incluso, su apellido. Le dije a Patricia que me alegraba mucho y que esperaba que fuera muy feliz. Ella me contestó que lo sería, estaba segura, con la ayuda de Jehová Dios.

—A ti también te ayuda, lo sé.

Me despedí con un abrazo más frío que el inicial. Mientras la vi alejarse con su maleta cargada de esperanza religiosa, pensé en que realmente estaba equivocada. A mí nunca me había ayudado ningún Dios. De hecho, prefería que el Todopoderoso excusara de mandarme su misericordia.

Sentí pena al perder de vista a Patricia y noté cómo me escocían los ojos. Me vi reflejada en el escaparate de esa cafetería y, al ser consciente de mi propia metamorfosis, sentí miedo. Y también, el sabor de ser una mujer libre.

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PODÉIS LEER AQUI MI HILO DE TWITTER SOBRE ESTA EXPERIENCIA PERSONAL

 



Para saber más…

La homofobia no está prohibida

Mis novelas de ficción autobiográfica que hablan sobre mi experiencia:

Marafariña

Inflorescencia

¿Te has quedado con ganas de más? ¡Puedes ver mi último vídeo en Youtube!

Escritura y sororidad: cómo, cuándo y por qué

Durante mi infancia y adolescencia, pues, fui prisionera en la realidad y libre en la literatura.

No sé qué me ha ocurrido últimamente, no sé dónde se ha quedado mi anterior yo. Por ahí anda, en un rincón. Navega a mi alrededor. La pobrecita Miriam de antaño está un tanto relegada a ir desapareciendo poco a poco. Pero yo la respeto, ¡vaya si la respeto! Al fin y al cabo, gracias a ella estoy aquí.

¿A qué me estoy refiriendo? Al recurrente crecimiento personal al que no dejo de referirme por activa y por pasiva. Y, tal vez más fuertemente después del 8 de marzo, empieza a perfilarse con más fuerza y con más garra. Es que me estuve haciendo preguntas, ¿sabéis? Me estuve preguntado cómo he llegado hasta aquí, cuándo ha ocurrido y por qué: ¿por qué de repente me importa tanto el movimiento LGTB y movimiento feminista cuando, hasta hace poco, renegaba de todo tipo de Hastags y etiquetas? ¿Estaba equivocada antes y ahora, sin más, he abierto los ojos?

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Una servidora, rodeada de «sororidad» en la manifestación del 8M (A Coruña)

Hay que darse tiempo

Seguro que a vosotras, vuestros padres, también os han dicho eso de: ahora te crees que lo sabes todo, pero espérate cinco años más y me cuentas. Cinco años es una eternidad a según que edades. Yo, mientras escribo este post, tengo 27. Toda una mujer que ya cree saberlo todo de la vida. Pero esto ha sido siempre igual. Cuando tenía 18 me comía el mundo, cuando tenía 23 era todo lo madura que se podía llegar a ser y lo sabía todo, pero todo, de la vida.

Y a mí, hasta hace muy poco, eso del feminismo me chirriaba. Y ya no digamos lo de tener que alzar una bandera de arcoiris por ser lesbiana. No me siento orgullosa de haber pensando así, de mi silencio, de mi hipocresía. Pero estamos en confianza, estamos en casa. Y, además, quiero dirigirme a todas aquellas, y aquellos, que podéis sentiros así. Encerradas en la cláusulita de la comodidad del silencio. Escondidas. Sin molestar demasiado. Sin discutir. Los micromachismos, al fin y al cabo, no molestan tanto. Y las bromitas sobre la sexualidad son inofensivas. ¿Verdad? ¿Verdad? Sí. Claro que sí. Pero poco a poco, en tu trabajo, con tu familia y con tus amigas, prefieres estar más bien callada. Hablar de tu pareja en un género neutro y, de paso, no escandalizarte demasiado por cómo algunos de los chicos del grupo tratan a sus novias y las cosifican. Hay algo horrible en eso, lo estás viendo. Lo ves. Pero no sabes qué hacer. Al fin y al cabo, desde niña, lo has bebido. Desde niña, eso es lo normal. Y tú, lo que tú eres, no es lo normal.

Lo normal

Y, poniéndome un poco firme, muy normal no soy. Menos mal. Siempre he sido una persona aprensiva, con ansias de querer y ser querida, poderosamente insegura, poderosamente altruista (demasiado, demasiado) e ilusamente ilusa. No importa. Me gusta esa yo, me gusta mi naturalidad, me gusta mis ganas de abrirme a las personas, de no tenerle miedo a la amistad, a los abrazos y la honestidad. Las máscaras nunca han ido conmigo, pero las he llevado puestas durante demasiado tiempo.

Esperad, que me pierdo del hilo. Pues eso. Lo normal. Una niña criada en un seno de una familia Testigo de Jehová (ultra religiosa = ultra machista = ultra heteronormativa) que ha llegado a mantener una relación con una persona del sexo opuesto que ha durado años y ha terminado, incluso, por ser algo oficial. Una niña que escribía a escondidas historias donde había mujeres que se vestían cómo querían y amaban a otras mujeres. Y mujeres que amaban a hombres pero tenían interés en otras mujeres. Durante mi infancia y adolescencia, pues, fui prisionera en la realidad y libre en la literatura.

Me gusta esa yo, me gusta mi naturalidad, me gusta mis ganas de abrirme a las personas, de no tenerle miedo a la amistad, a los abrazos y la honestidad

Que no. Que no es normal. Que mi cabeza un día, de noche, mientras no podía dormir (y no podía dormir porque los «demonios» me carcomían como pirañas) me reconocí a mí misma que las mujeres me gustaban, que mi fascinación por Hermione Granger no era un simple gusto personal y que aquella chica dos cursos mayor que yo me gustaba como se suponía que me deberían gustar los chicos. Y esa noche fue la más importante de mi vida. Sí. Lo fue.

Pero de la noche a la mañana no te vuelves homosexual y te das cuenta de que la sociedad te ha tratado peor, te lo ha puesto más difícil, por ser mujer. Que en las reuniones religiosas a las que asistías las mujeres tomaban el apellido de sus maridos, no tenían derecho a orar ni a hablar en público y que, además, estaba tan interiorizado que era de lo más normal. Era normal porque las mujeres son unas histéricas, unas criticonas y no saben ser amigas. ¿Os suena esto? Sin embargo, cuando yo quise irme de mi pareja y de esa organización, los que actuaron como histéricos, criticones y malvados fueron ellos, esos señores que mandaban, que tenían el poder. Esos señores que decían que, según la Palabra de Dios, las mujeres estaban por debajo de los varones.

Así que no. No soy normal. Nadie es normal. Nada es normal.

Y yo, entonces, también me enfadé. Y dije, ¿dónde estamos nosotras?

La sororidad

No me importa reconocer la ignorancia que en todos estos temas he tenido durante  años. Lo único de lo que me arrepiento es de haber llegado un poco tarde, de no haber dedicado más tiempo a crecer en mi interior a comprender. A comprenderlas. Me refiero a esas mujeres que, tan enfadadas, gritaban en voz alta y condenaban el patriarcado. Ni siquiera era capaz de entender el movimiento que hace muy poco (muy muy poco, lo sé) empezó a llenar las Redes Sociales con el #LeoAutorasOct. ¿Y por qué no lo entendía? Porque yo leí, desde siempre, a más mujeres. Pero el mundo no se acababa en mí.

Solo tuve que echar un vistazo a los títulos de las librerías. A los libros clásicos que con tanta curiosidad e ilusión leí en su momento, porque la crítica y la cultura me decían que era necesario que lo hiciera. En esos libros clásicos como El retrato de Dorian Gray o El guardián entre el centeno en los que nosotras apenas estamos, somos sombras, y no tenemos voz. Y sentimos ese vacío al terminar de leerlo. Lo sentimos y está justificado. Y yo, entonces, también me enfadé. Y dije, ¿dónde estamos nosotras?

Y «nosotras» estábamos en mis propias novelas en las que, sin darme cuenta, hacia un alegato feminista y de sororidad. Esta última palabra era desconocida para mi unos años atrás cuando, un día, HULEMS publicó un post sobre las novedades literarias en las que se anunciaba Todas las horas mueren. En él rezaba este párrafo:

Este libro es un verdadero monumento a la sororidad femenina

Qué importancia, qué belleza y qué transcendencia tuvo para mí, desde entonces, esa palabra. Y yo, sin saberlo, había dado un paso, había contribuido a que la literatura, a que el mundo, fuera un pelín más diverso, un pelín más feminista. Empecé a comprender muchas cosas, tantas cosas, que me volví torpe y me abrumé a la hora de manejar todos esos conocimientos.

sororidad. (Del ingl. sorority).

Agrupación que se forma por la amistad y reciprocidad entre mujeres que comparten el mismo ideal y trabajan por alcanzar un mismo objetivo

Tal vez, entonces, no somos tan malas amigas, tan criticonas, tan falsas y tan desdeñosas como siempre se nos hizo creer. Tal vez, el espíritu que nos mueve es más bondadoso, más altruista y más cariñoso. Tal vez no se nos acaba el amor por ser madres, por ser esposas. Tenemos amor que desborda para nuestras hermanas, para nuestras amigas, para nuestras desconocidas. Tenemos amor, amor que nos crece a cada segundo.

Lo que ahora quiero hacer

Llevo toda la vida intentando comprender, pues, quién soy. Creo que con este color violeta y con ellas, mis hermanas, estoy consiguiendo entender qué es lo que me sucedió desde siempre. Siempre he querido hacer algo, algo más, y creo que en este frente hay mucho que hacer. Siento cierta responsabilidad ahora, cuando empuño la pluma y hablo de esas mujeres. Ahora con conciencia, ahora con cierta rabia. Ahora ya no nos conformamos con que nuestros personajes femeninos hablen: queremos que griten, que griten bien fuerte por todas aquellas que han tenido que estar calladas. Incluso esa parte de nosotras mismas que, también, hemos tenido que mantener mudas. Esas heridas permanecen ahí, pero nos ayudaremos de ellas para continuar unidas.

Por eso desde hace la varias semanas, tanto en este web como en A Librería he enfocado mi actividad al hastag #MujeresEnLaLiteratura.

 

Photo by Victor Dittiere on Unsplash

La pequeña literatura

Mi vida está ligada a mi literatura. Mientras viva, de una manera o de otra, en esto seguiré. En sus mil y una facetas.

Siempre temo que llegue un día que no sepa qué escribir en este espacio o en las páginas en blanco de los títulos de los que quiero llenar mi biblioteca. A veces temo que llegue el desgaste, la desgana, el desencanto. Esa sombra que puede aparecer de un momento a otro. Pero al final, de una manera u otra, siempre sucede algo, siempre ocurre el impulso, el trampolín. Un pequeño gesto, un gran acontecimiento y un mínimo detalle que lo cambia todo. Mi vida está ligada a mi literatura. Mientras viva, de una manera o de otra, en esto seguiré. En sus mil y una facetas.

El otro día publiqué en mi muro de Facebook una reflexión que tuvo cierta repercusión. En ella me desahogué un poco con vosotros en un mal día en el que tenía la impresión de que este trabajo vacío no me llevaba a ninguna parte. Por un breve instante, estaba muy perdida y necesitaba contarlo. La cantidad de mensajes fue tan abrumadora que me di cuenta de que desanimarme y entristecerme por los fracasos era mentirme a mí misma y también a los que confiáis en mí, depositando vuestro cariño y vuestro tiempo en el rastro de letras que voy dejando por aquí y por allá.

Los pequeños detalles

Por diferentes circunstancias, desde pequeña, he conseguido encontrarme alegre con cosas muy pequeñas. Ahora, algo más crecida, me he dado cuenta de que el marco familiar en el que he crecido me ha permitido reparar en la textura y en los sonidos de los momentos de una manera peculiar. Esto es debido a que siempre he vivido con la enfermedad crónica rodeándome de un modo u otro, por lo que el paso de los años y el disfrutar del aquí y ahora han sido casi como una ley para mí. Siempre he sido muy consciente de la fugacidad de la vida, de que necesitaba aprovecharla bien si quería llevar a cabo una mínima parte de los sueños que siempre he perseguido con ahínco. Nunca me he permitido parar, pero eso no significa que no sepa descansar.

Me refiero a que yo no doy por sentado nada. Un día tranquilo, sin sobresaltos, sin malas noticias es un pequeño privilegio que exploto al máximo. La literatura se abre hueco entre las horas vacías como el líquido que se vierte sobre la espesura de un bosque. Yo vivo así, con esa impresión. No deprisa, no corriendo, no asfixiándome, sino sintiendo. Me ha llevado algún tiempo aprender a hacerlo así. Pero, si lo he conseguido, solo ha sido gracias a que la pluma nunca ha estado a gusto durmiendo en mi bolsillo.

Siempre he sido muy consciente de la fugacidad de la vida, de que necesitaba aprovecharla bien si quería llevar a cabo una mínima parte de los sueños que siempre he perseguido con ahínco. Nunca me he permitido parar, pero eso no significa que no sepa descansar.

Y los pequeños detalles están en todas partes, como la pequeña historia de la que os hablé hace algunas semanas. O en los libros que voy leyendo, que implosionan en mí y se expanden de una manera que me resulta difícil de explicar. O las personas que están a mi alrededor, de las que siento su cariño, su aprecio y su confianza. O de mí misma, protegida en mi pequeña guarida junto a mis dos felinos y a la mujer a la que más amo en el mundo. Con un café caliente sobre el escritorio y un puñado de horas deliciosas para mí. ¿Cómo no aprovecharlas? ¿Cómo no disfrutar, tan si quiera un poco, de todo aquello que he conseguido por mí misma? ¿Qué derecho tiene la Miriam más débil y de arrastrar tras de sí a la Miriam llena de energía que no quiere dejar de hacer y hacer y hacer?

Y esas historias

Me amarga pensar en una novela anclada en la oscuridad, privada de ojos lectores, una novela que no ha tenido su oportunidad. Que yace soterrada. Cuando escribo, temo que esa historia en la que estoy derrochando mis energías, pedacitos de mi alma y mi tiempo no llegue nunca a nada. Pero qué es nada. Temía eso con Marafariña y ha conseguido más de lo que jamás podía llegar a desear. Tenía menos miedo cuando publiqué Todas las horas mueren y resultó más sencillo. Ahora, inexplicablemente, siento más pánico cuando la secuela ya es más tangible, ya la tengo entre mis manos, ya me he podido despedir de ella.

¿Qué derecho tiene la Miriam más débil y de arrastrar tras de sí a la Miriam llena de energía que no quiere dejar de hacer y hacer y hacer?

Entonces, reflexionando sobre esto, he ido a pensar en Mangas Verdes. Mangas Verdes fue una saga juvenil que escribí durante cinco años de mi vida adolescente. La cantidad de horas en soledad que dediqué a esas aventuras son incontables, lo que significaba para mí tener ese micro universo en el que refugiarme me reportó mucha fortaleza y, sobre todo, motivos. Cuando la escribía, por supuesto, lo hacía para que otros, gente que la leyera, la disfrutaran y sintieran lo mismo que yo estaba sintiendo al hacer nacer esas historias. Si en esos momentos hubiera sabido que esas cinco novelas jamás verían la luz, que terminarían desestimadas y rechazadas (incluso por mí) me habría venido abajo, habría dejado de escribir, me habría sumido en un estado de desencanto absoluto. Pero eso yo no podía saberlo y, menos mal: inexplicablemente, de esa saga infantil surgieron muchas de las historias que estoy escribiendo ahora. Volvemos a esos detalles: en esto de la literatura nada, absolutamente nada, es vacío. Aunque pueda parecerlo.

Y no sé si en algún momento rescataré esas novelas. Lo que sí sé es que, de un modo u otro, siguen vivas y yo sigo queriéndolas. Y es en ese sentimiento donde todavía encuentro las ganas y el impulso de seguir escribiendo cada día, cada mes, cada semana, año tras año.

Volvemos a esos detalles: en esto de la literatura nada, absolutamente nada, es vacío. Aunque pueda parecerlo.

Literatura a pequeña escala

Aunque no estoy del todo de acuerdo con eso de pequeña, pero me quería referir a que la ambición es buena, pero la humildad también lo es. Sin atreverme a sumergirme en datos estadísticos, la literatura pequeña pertenece a esa mayoría de historias, textos, formas, novelas, cuentos, relatos… que no están en las estanterías de las librerías ni de los grandes almacenes. Son páginas sesgadas, algunas ocultas o leídas por unos pocos. No hablo aquí y ahora de la honorable literatura independiente, sino de todo lo que se muere durante el proceso creativo. Morir y proceso creativo, ¿por qué tendré esa facilidad para escribir dos contradicciones tan cerca? Pero ya entendéis lo que quiero decir.

Al escribir, como en la vida, tenemos que estar colmados de optimismo y de esperanza. Sino sería imposible. Y, aunque sabemos que muchas de esas letras a las que dedicamos empeño, fuerza e ilusión jamás llegarán a ser lo que queremos que sean, tenemos la obligación moral e implícita con nosotros mismos de seguir haciéndolas brotar. Primeramente, porque dejarlas dentro nos produciría demasiado dolor. Y, en segundo lugar, porque necesitamos vaciarlas para hacer hueco a unas nuevas. Esto funciona así, no para. El ciclo no se detiene jamás, no hay tiempo que perder… pero debemos perderlo al mismo tiempo.

Morir y proceso creativo, ¿por qué tendré esa facilidad para escribir dos contradicciones tan cerca?

Por eso tengo el ordenador lleno de novelas que no se han terminado con un inicio prometedor, de esquemas y borradores que ansío escribir y de personajes que nunca volverán a revivir en ningún caso. Y, aún así, ahí están. Solo míos. O de unos pocos. Y, si llegan a volar del abrazo de mi intimidad y dirigirse a la publicación, tan solo llegarán a unos pocos centenares. Unos pocos centenares que, para una escritora tan pequeña y llena de literatura como yo, es un infinito inabarcable. Me satisface, me hace feliz. Me regocija. Porque yo sé lo que siento con esto, y debería ser suficiente. Y también sé lo que he conseguido hacer sentir, y eso ya es más que suficiente todavía.

 

Foto de Joanna Kosinska en Unsplash

Dormir con libros

Esas dos mujeres

Volvíamos a estar en esa sala tan llena de gente pero sintiéndonos tan solas. Ahí las miradas perdidas no se encuentran en ninguna parte e, incluso, en el ruido, hay silencio y huecos. En esas respiraciones ansiosas se comparten los huecos que todos tenemos dentro. El ambiente está tildado de una peste negra, que absorbe las energías. Y, aún así, ahí estamos. Imperturbables. Con las cejas erguidas, sin ganas de tomar café y ni siquiera de leer un libro. No nos quitamos los abrigos y miramos al frente, al techo, a los cordones desatados de nuestros zapatos, cargando con la bolsa naranja de aquí para allá como si fuera nuestro lastre.

Yo me he cambiado de silla y estoy cerca de la puerta. Sola por un momento. Me llama la atención que la mayor parte de personas que cuidan y acompañan son mujeres. Qué curioso. Tal vez sea coincidencia, tal vez no.

Frente a mí hay una señora mayor en una silla de ruedas que tiene magullada la cara y solloza. Está sola porque su familia vive lejos y tardará un par de horas en llegar. Me llama la atención su rostro: la vejez es latente, pero tiene los ojos achinados y sus mejillas redondeadas le dan aspecto de niña pequeña. Algo en ella deja entrever una angustia existencial que no la ha abandonado nunca, algo en ella pide cariño a gritos. Somos muchas mujeres jóvenes que estamos solas, también, que la miramos y nos inunda la pena pero no sabemos hacer nada. Qué torpes y, en cierto modo, qué egoístas somos.

Entonces aparece otra mujer. Lleva una de esas pulseritas blancas que la identifican como paciente que, tal vez no está tan grave, o tal vez siguen faltando camas dónde dejar descansar a los enfermos. Es también anciana. Ella no tiene cara de niña, pero si de chica poderosa. Tiene media melena blanca, lleva un poncho con motivos indios y un pantalón ceñido. Es juvenil. Y atractiva, desde luego. Ve a la otra señora que está sola y en ese instante se hacen amigas. Le dice que ella también está sola, pero ella no llora. No sé cuál de las dos es más valiente: si la que no llora o la que se atreve a llorar. Porque en aquella maldita sala casi nadie se atreve a llorar.

Las miro y escribo esta historia en mi cabeza al mismo tiempo. A la primera quise llamarla Angustias. A la segunda la voy a llamar Coraje (que también es un adjetivo femenino). La Angustias y La Coraje. Ahí están mis dos mujeres, a las que ya quiero y a las que probablemente nunca más volveré a ver.

La Angustias le dice a La Coraje que su marido no ha querido venir y eso la pone muy triste. Al parecer ha sido siempre así, admite encogiéndose de hombros, después de casarse él no quiso pasar con ella la luna de miel y volvió al trabajo. Coraje la mira con los labios fruncidos. Ella no habla de ningún marido, tal vez nunca se haya casado. Tal vez es una de estas mujeres rebeldes que no se han casado.. Mientras le acaricia la rodilla a Angustias le susurra ánimos y palabras bonitas. Angustias llora, pero ya llora menos. Mi marido superó un cáncer a la cabeza, dice, yo no me separé de él. Tú no te separaste de él pero él no está aquí contigo, parece pensar Coraje y todas las demás que estamos escuchando alrededor.

Pero yo lo quiero igual, dice Angustias. Toca ser fuertes, le dice Coraje. Ya verás cómo no es nada. Y entonces tú también estás sola, le pregunta. Sí, yo he venido sola porque la familia está muy lejos.

La familia siempre parece estar lejos y a las mujeres siempre nos toca ser fuertes. A ellos no, ellos están casi todos arriba en la cafetería porque hay un partido de no sé qué. Los cuento y creo que hay cuatro o cinco hombre en toda la sala. No los culpo. Permanecer ahí es difícil. Pero a nosotras nos toca ser fuertes.

Sigo mirando a Angustias y Coraje. Son mis amigas y me han enseñado mucho sobre mujeres y sobre feminismo sin apenas darse cuenta, sin ser letradas y sin haber escrito un libro. Me despiertan tanta ternura que siento ganas de llorar. Me las trago y me retuerzo los dedos. Me acuerdo de una vez que íbamos en el tren y mi abuela le ofreció mantecados que acababa de comprar en Astorga a un muchacho que iba sentado a su lado. No sé por qué me acuerdo de ese gesto pero me parece tan precioso que me gustaría levantarme y contárselo a mis nuevas amigas. No me muevo.

En mi despiste veo que Angustias y Coraje se están abrazando muy fuerte. Qué preciosidad de estampa. Entonces Angustias dice que necesita agua y Coraje se ofrece a ir a por una botella pero no sabe a dónde ir. Es mi momento, me digo, yo las ayudo. Pero no, no puedo. Las enfermeras dicen que es mejor que no beba nada porque no saben si hay daños internos. Y es que la pobre Angustias se ha caído por las escaleras. Qué mala pata, dice Coraje. La vida es una mala pata, dice Angustias. Eso hace reír a Coraje, Angustias también se ríe. Yo me rió y unas cuantas más también. Es una risa discreta, porque reírse allí está tan feo como ponerse a llorar.

Por tu estar en las nubes

Me sucede a menudo, sí. Soy una privilegiada. Para mi la literatura es vida, por lo tanto la vida está llena de literatura. Me abstraigo con facilidad, por lo que el aburrimiento nunca ha sido algo que he llegado a sufrir de manera habitual, ni siquiera de niña en el colegio. Me bastaba con ponerme a jugar con las palabras en el espacio exterior que no paraba de hacerse grande en mi cabeza. Me alegra ver que la madurez me ha permitido quedarme con ese don infantil.

Y yo te envidiaba precisamente por eso, aunque creo que nunca lo has sabido, porque no veías barreras entre la vida y la literatura.

Esta es una cita extraída de Nubosidad Variable de Carmen Martín Gaite y me produce alivio ver que otras escritoras antes que yo se han sentido igual (o sus personajes se han sentido igual, para el caso, me vale). Tengo esa poderosa cura en mis manos, ese alivio, ese calor en cualquier parte. No necesito nada, solo mantenerme despierta y en ocasiones ni quiera eso. Bulle con espontaneidad, parece magia. Lo observo todo con la mente abierta de par en par, además, a mí nunca me ha dado miedo sentir. Me gusta sentir todo eso, lo bueno y lo malo. Mi corazón hace demasiado tiempo que está desnudo, entre mis manos, a expensas de lo que tenga que venir. Ya no hablemos de mi mente, aunque ella es más racional.

Como ocurrió con De la verdad, me he puesto a escribir este post de noche al llegar a casa. Era muy tarde y al día siguiente tendría que irme a trabajar porque los trabajos no entienden del componente emocional ni de las torceduras de la vida. Pero no los culpo, porque las musas tampoco (ahí están las jodías, que no me dejaban irme a dormir). Antes podía llegarme a sentirme incluso culpable porque las cosas malas que no dejan de suceder me sirven para rellenar huecos y silencios. Pero no puedo sentirme culpable por aquello que me alivia y me hace sentirme más fuerte. En fin, sé que vosotros lo entendéis.

Y dormir con libros

Después de escribir esto cogí el grueso ejemplar de V y V Violación y Venganza (violeta, hace juego con la colcha de mi cama) y lo coloqué sobre la almohada vacía. También el e-reader (estoy leyendo El Deshielo). En la mesita todavía esta Patria aunque lo he terminado hace tiempo. Y Marafariña (siempre lo tengo conmigo porque me demuestra lo que soy capaz de hacer y, también, que los fantasmas no sobreviven al influjo de la escritura). Ahí está esta pequeña mujer, con la luz apagada, mientras llueve en el patio de luces y pensando en qué debería dormirse allí. No tenía ganas de leer, pero no pensaba en otra cosa que no fuera leer. A veces pienso que me estoy volviendo extraña.

Suerte de mí que yo no padezco de insomnio desde hace años y me dormí al momento con mis dos gatos mirándome con sus ojos entrecerrados. Incluso cuando duermo, los sueños componen historias y a veces al despertarme corro a anotar las ideas que se han ocurrido. En serio, ¿de dónde saca mi mente esas explosivas energías a cada instante?. Mientras me ducho, algunas de esas ideas desaparecen. Otras permanecen. Pero van creciendo durante todo el día porque, saben, que hasta la tarde no tienen permiso para salir frente al folio en blanco (ese folio que, en realidad, nunca está en blanco).

Me vais a permitir que este miércoles esta entrada sea así, tan mía. Tan de esta Miriam que se siente mejor después de haber escrito este batido de párrafos para desayunar. Esta es mi ventana al mundo y, hoy, necesitaba abrirla otra vez.

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