Cuando era pequeña, arrancaba las hojas a mi paso y las iba quebrando entre mis manos. Era un gesto inconsciente, producto de mi nerviosismo. Y es que de niña vivía con un miedo constante a todo, como si fuera capaz de adivinar lo que me depararía la vida. Lo que era seguro es que ya al nacer la sombra negra se pintó bajo mis ojos y ya jamás me abandonó.
Creo que nunca supe formar parte del mundo en el que me tocó vivir. Entonces sé que mi infancia, adolescencia y madurez fueron un compendio de errores de los que nunca he conseguido limpiarme las secuelas. Lo único que era seguro es que la religión y mi creencia en Dios marcaban mi vida. Lo reconoceré a duras penas, pero tenerlo a ÉL me mantenía anclada a la vida. Me otorgaba la identidad de la que muchas otras personas carecían. Me consideraba más inteligente, más afortunada. Una pieza que formaba parte de algo. Y había venido a esa vida con un propósito muy estipulado.
Tuve que dejar de creer en Dios porque no se me permitía ser quién era. No fue sencillo despedirme de esos pensamientos, de los rezos por las noches y de todas aquellas amistades y familia que formaban parte de esa vida. Tenía diecinueve años y lo había perdido todo a cambio de la libertad: mi cuerpo estaba golpeado por la violencia, mis emociones eran difusas y no sabía qué debía de sentir, a mi lado solo cabía el peso de la soledad. Ahí todo empezó a cambiar.
Luché mucho por recuperarme de todo aquello pero creo que nunca fui capaz. En lugar de salir reforzada de una experiencia dura y difícil, me quedé con las rodillas rotas y la autoestima inexistente. Pero seguí, porque me había hecho la firme promesa de intentarlo. Así que me esforcé por amar la vida que todavía me quedaba, aunque pesaba demasiado a pesar de mi juventud. Y creo que vi la luz.
Amar siempre me resultó demasiado sencillo. Creo que traspasé mi fe religiosa en la fe en las personas. Creí en la bondad, creí en el amor natural y desinteresado. Creí que entregándolo todo y esforzándome día a día por seguir haciéndolo todo cambiaría. Creí que podríamos construir un mundo mejor. Recuperé esa luz perdida, con parte de sus sombras. Y tuve ganas de sonreír, de disfrutar de cosas de las que nunca antes había sido capaz de disfrutar.
Tiemblo, ahora tiemblo, si me pongo a recordar la dicha que puedo sentir a mis espaldas y que ya no me pertenece.
Pero ahora mismo siento que vuelvo a tener esos diecinueve años. Estoy de frente a esa Miriam que ya no sabía caminar porque se le habían quemado los cimientos. Ahora siento que me he estrellado al caer de un precipicio inmenso. Estoy viva, pero no puedo salir de aquí. Sobre mí, no dejan de caer los trocitos de las hojas que alguien rompe desde lo alto. Muy alto. Tan alto que no puedo ni verla.
No sé lo que hago, no sé dónde están las horas que transcurren y no sé quién soy. No sé lo que valgo ni lo que valdré. Tampoco sé que he venido a hacer aquí. Obstinada creí que tú podrías salvarme y salvarnos. Creí que el sur también formaría parte de mi y que me regalabas su sol y sus gentes. Yo ahora pienso que quizás nunca tuve tal privilegio, que podía ver el oro de lejos pero que jamás sería mío. Aprieto los dientes ante este pensamiento. Me siento tan arrasada que, temo, no ser capaz de volver a ser lo que me gustaría ser. Me siento tan perdida que, quizás, encontrar el sentido de las cosas sea ya un imposible.
Me gustaría saber qué hago con las horas, con los teatros, con los paseos, con los cafés, con los viajes. Qué hago con las noches que no dormíamos y qué hago con el hogar que nos pertenecía. Qué hago con lo acontecido, cómo lo coloco en mi mente (de diecinueve años) en un cuerpo que se supone de una mujer fuerte. Y qué hago con las olas del mar que me cuesta tanto contemplar ahora. Y qué hago con las canciones, con los libros, con el olor a tabaco en el salón.
Y dime qué hago con la resiliencia que se ha roto. Qué hago con los pedazos de hojas que se canalizar por el pasillo blanco, cuando enciendo incienso para olvidarme de las sombras, cuando acaricio a Letra que me pregunta a cada rato a dónde me he ido que no estoy allí.
Y cómo crezco ahora. Cómo manejo la soledad que se cuela entre mis dedos y entre mis muñecas. Que ya no sé lo que se me permite hacer ni a dónde quiero dirigirme. Siento que me he olvidado de cómo se caminaba y necesito que alguien me coja de la mano y me lo indique. Que alguien regrese para llevarme a dónde los sueños todavía podían cumplirse, y dónde cabía esperar algo bueno de tanto dolor pasado.
Ahora echo de menos tener el privilegio de poder rezar. El no sentirme sola jamás cuando me acostaba por las noches y podía contarle, tal vez a la nada, todo lo que me atemorizaba. Lo he intentando hacer pero ya nadie responde. Qué frío. Frío al sentir que me he equivocado tanto que he obtenido lo que mis equivocaciones me hicieron merecer. Frío al sentir los trocitos de esas hojas que, todavía, permanecen en mi almohada.
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