Mi vida está ligada a mi literatura. Mientras viva, de una manera o de otra, en esto seguiré. En sus mil y una facetas.
Siempre temo que llegue un día que no sepa qué escribir en este espacio o en las páginas en blanco de los títulos de los que quiero llenar mi biblioteca. A veces temo que llegue el desgaste, la desgana, el desencanto. Esa sombra que puede aparecer de un momento a otro. Pero al final, de una manera u otra, siempre sucede algo, siempre ocurre el impulso, el trampolín. Un pequeño gesto, un gran acontecimiento y un mínimo detalle que lo cambia todo. Mi vida está ligada a mi literatura. Mientras viva, de una manera o de otra, en esto seguiré. En sus mil y una facetas.
El otro día publiqué en mi muro de Facebook una reflexión que tuvo cierta repercusión. En ella me desahogué un poco con vosotros en un mal día en el que tenía la impresión de que este trabajo vacío no me llevaba a ninguna parte. Por un breve instante, estaba muy perdida y necesitaba contarlo. La cantidad de mensajes fue tan abrumadora que me di cuenta de que desanimarme y entristecerme por los fracasos era mentirme a mí misma y también a los que confiáis en mí, depositando vuestro cariño y vuestro tiempo en el rastro de letras que voy dejando por aquí y por allá.
Los pequeños detalles
Por diferentes circunstancias, desde pequeña, he conseguido encontrarme alegre con cosas muy pequeñas. Ahora, algo más crecida, me he dado cuenta de que el marco familiar en el que he crecido me ha permitido reparar en la textura y en los sonidos de los momentos de una manera peculiar. Esto es debido a que siempre he vivido con la enfermedad crónica rodeándome de un modo u otro, por lo que el paso de los años y el disfrutar del aquí y ahora han sido casi como una ley para mí. Siempre he sido muy consciente de la fugacidad de la vida, de que necesitaba aprovecharla bien si quería llevar a cabo una mínima parte de los sueños que siempre he perseguido con ahínco. Nunca me he permitido parar, pero eso no significa que no sepa descansar.
Me refiero a que yo no doy por sentado nada. Un día tranquilo, sin sobresaltos, sin malas noticias es un pequeño privilegio que exploto al máximo. La literatura se abre hueco entre las horas vacías como el líquido que se vierte sobre la espesura de un bosque. Yo vivo así, con esa impresión. No deprisa, no corriendo, no asfixiándome, sino sintiendo. Me ha llevado algún tiempo aprender a hacerlo así. Pero, si lo he conseguido, solo ha sido gracias a que la pluma nunca ha estado a gusto durmiendo en mi bolsillo.
Siempre he sido muy consciente de la fugacidad de la vida, de que necesitaba aprovecharla bien si quería llevar a cabo una mínima parte de los sueños que siempre he perseguido con ahínco. Nunca me he permitido parar, pero eso no significa que no sepa descansar.
Y los pequeños detalles están en todas partes, como la pequeña historia de la que os hablé hace algunas semanas. O en los libros que voy leyendo, que implosionan en mí y se expanden de una manera que me resulta difícil de explicar. O las personas que están a mi alrededor, de las que siento su cariño, su aprecio y su confianza. O de mí misma, protegida en mi pequeña guarida junto a mis dos felinos y a la mujer a la que más amo en el mundo. Con un café caliente sobre el escritorio y un puñado de horas deliciosas para mí. ¿Cómo no aprovecharlas? ¿Cómo no disfrutar, tan si quiera un poco, de todo aquello que he conseguido por mí misma? ¿Qué derecho tiene la Miriam más débil y de arrastrar tras de sí a la Miriam llena de energía que no quiere dejar de hacer y hacer y hacer?
Y esas historias
Me amarga pensar en una novela anclada en la oscuridad, privada de ojos lectores, una novela que no ha tenido su oportunidad. Que yace soterrada. Cuando escribo, temo que esa historia en la que estoy derrochando mis energías, pedacitos de mi alma y mi tiempo no llegue nunca a nada. Pero qué es nada. Temía eso con Marafariña y ha conseguido más de lo que jamás podía llegar a desear. Tenía menos miedo cuando publiqué Todas las horas mueren y resultó más sencillo. Ahora, inexplicablemente, siento más pánico cuando la secuela ya es más tangible, ya la tengo entre mis manos, ya me he podido despedir de ella.
¿Qué derecho tiene la Miriam más débil y de arrastrar tras de sí a la Miriam llena de energía que no quiere dejar de hacer y hacer y hacer?
Entonces, reflexionando sobre esto, he ido a pensar en Mangas Verdes. Mangas Verdes fue una saga juvenil que escribí durante cinco años de mi vida adolescente. La cantidad de horas en soledad que dediqué a esas aventuras son incontables, lo que significaba para mí tener ese micro universo en el que refugiarme me reportó mucha fortaleza y, sobre todo, motivos. Cuando la escribía, por supuesto, lo hacía para que otros, gente que la leyera, la disfrutaran y sintieran lo mismo que yo estaba sintiendo al hacer nacer esas historias. Si en esos momentos hubiera sabido que esas cinco novelas jamás verían la luz, que terminarían desestimadas y rechazadas (incluso por mí) me habría venido abajo, habría dejado de escribir, me habría sumido en un estado de desencanto absoluto. Pero eso yo no podía saberlo y, menos mal: inexplicablemente, de esa saga infantil surgieron muchas de las historias que estoy escribiendo ahora. Volvemos a esos detalles: en esto de la literatura nada, absolutamente nada, es vacío. Aunque pueda parecerlo.
Y no sé si en algún momento rescataré esas novelas. Lo que sí sé es que, de un modo u otro, siguen vivas y yo sigo queriéndolas. Y es en ese sentimiento donde todavía encuentro las ganas y el impulso de seguir escribiendo cada día, cada mes, cada semana, año tras año.
Volvemos a esos detalles: en esto de la literatura nada, absolutamente nada, es vacío. Aunque pueda parecerlo.
Literatura a pequeña escala
Aunque no estoy del todo de acuerdo con eso de pequeña, pero me quería referir a que la ambición es buena, pero la humildad también lo es. Sin atreverme a sumergirme en datos estadísticos, la literatura pequeña pertenece a esa mayoría de historias, textos, formas, novelas, cuentos, relatos… que no están en las estanterías de las librerías ni de los grandes almacenes. Son páginas sesgadas, algunas ocultas o leídas por unos pocos. No hablo aquí y ahora de la honorable literatura independiente, sino de todo lo que se muere durante el proceso creativo. Morir y proceso creativo, ¿por qué tendré esa facilidad para escribir dos contradicciones tan cerca? Pero ya entendéis lo que quiero decir.
Al escribir, como en la vida, tenemos que estar colmados de optimismo y de esperanza. Sino sería imposible. Y, aunque sabemos que muchas de esas letras a las que dedicamos empeño, fuerza e ilusión jamás llegarán a ser lo que queremos que sean, tenemos la obligación moral e implícita con nosotros mismos de seguir haciéndolas brotar. Primeramente, porque dejarlas dentro nos produciría demasiado dolor. Y, en segundo lugar, porque necesitamos vaciarlas para hacer hueco a unas nuevas. Esto funciona así, no para. El ciclo no se detiene jamás, no hay tiempo que perder… pero debemos perderlo al mismo tiempo.
Morir y proceso creativo, ¿por qué tendré esa facilidad para escribir dos contradicciones tan cerca?
Por eso tengo el ordenador lleno de novelas que no se han terminado con un inicio prometedor, de esquemas y borradores que ansío escribir y de personajes que nunca volverán a revivir en ningún caso. Y, aún así, ahí están. Solo míos. O de unos pocos. Y, si llegan a volar del abrazo de mi intimidad y dirigirse a la publicación, tan solo llegarán a unos pocos centenares. Unos pocos centenares que, para una escritora tan pequeña y llena de literatura como yo, es un infinito inabarcable. Me satisface, me hace feliz. Me regocija. Porque yo sé lo que siento con esto, y debería ser suficiente. Y también sé lo que he conseguido hacer sentir, y eso ya es más que suficiente todavía.
Foto de Joanna Kosinska en Unsplash