Le tengo miedo a la oscuridad desde que soy una niña.
Creí que esto se iría cuando fuera haciéndome mayor. Pero al crecer y convertirme en el intento de mujer madura que soy ahora, ese miedo se ha convertido en terror. Entre las sábanas (tan frías, qué frías están) de la cama me siento vulnerable ante un todo que me abruma.
Aunque puedo decir que los fantasmas que me asustaba cuando era pequeña han ido cambiando. A veces me asusta más lo que hay afuera de mi habitación que lo que hay en ella. Ya no son las sombras lo que me atemoriza, ya no es un monstruo bajo el colchón. Ya no se trata de criaturas mitológicas que ideaba mi infantil imaginación. Tampoco es el miedo a la llegada del armagedón que me pillara llena de pecados y de lastres, el no superar la prueba final de un dios del que me sentía atemorizada.
Y no, ya no me aterra sentir lo que siento, ser cómo soy y aceptarme. Ese letargo ha sido terrible pero ya lo he dejado atrás. A veces si pienso en la cantidad de noches asediadas de pesadillas por odiarme siento un dolor intenso y me gustaría poder haberme ahorrado ese sufrimiento tan vacío.
Pero el terror sigue ahí. Es el terror a la ansiedad. El terror a no comprenderme. El terror a mí misma y el miedo a mis propios pensamientos. ¿De dónde salen y quién les ha dado permiso a entrar aquí, en mi paz que ya no existe? Es el terror a que suene el teléfono móvil de madrugada. La angustia de tener que decir adiós. De tener que despedirte. De tener que despedirme.
La desesperanza de que me tiemble la mano al acariciar el otro lado de la cama y que ella no esté allí esa noche. Ni la siguiente. El temor a mirar el calendario y leer en él tan solo ausencias, tan solo el no estar. El temor a mirar el calendario y no encontrar fuerzas de afrontar ese día.
Esa semana.
El horrible pozo del fin de semana.
Ahora apunto las pesadillas al despertarme. La primera libreta se ha llenado y hoy he empezado otra. Subrayo las palabras que se repiten.
El miedo a la soledad, el miedo a quedarme sola.
El miedo al silencio.
La enfermedad. La enfermedad. La enfermedad.
La enfermedad y su soledad. El perderme. El ciclo. Que se vuelva a repetir. El ver las sombras en la pared y no reconocer mi propia silueta. El ver mi rostro y que no me guste.
No, que no me guste no. Mejor: el ver mi rostro y que esté lleno de lágrimas y de mocos. Y de ojeras de no dormir. U ojera de dormir demasiado pero soñando cosas que me dan miedo, como una tortura extraña.
Dejo dos lucecitas encendidas. Una en el pasillo y otra dentro de mi cuarto. Cuando me despierto sobresaltada ellas, tan generosas, crean iluminación para que mis sentidos físicos sepan ubicarse. Me aferro a la cama.
El gato está encima de mí. La gata ronronea a mi lado.
Parecen decirme que está todo bien.
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