Una escritora intensa en el #Celsius2018

Lo cierto es que, año tras año, disfrutaba del festival de terror, fantasía y ciencia ficción  Celsius 232 (que tiene lugar en la preciosa ciudad de Avilés) vía twitter. Y, a través de esta Red Social, disfrutaba de los eventos, de las desvirtualizaciones, del encuentro entre la literatura, los que la crean, los que la editan, los que la leen, los que lo hacen todo a la vez. Tras mucho tiempo, y aunque me resultó imposible ir antes del sábado (el día final), cerré todo lo que tenía que cerrar para plantarme allí y dar los abrazos pertinentes.

De Gaedheal a Avilés, pasando por Mondoñedo

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Mi compañera de viaje desde las tierras gallegas ha sido Maite Mosconi, escritora y gran amiga desde hace ya un tiempo, con la que compartí un viaje en coche lleno de anécdotas, algunas casi innombrables. ¿Lo más especial? Poder conocer los nuevos proyectos de esta interesante y hermosísima #MujerEnLaLiteratura con la que siempre es un placer compartir tiempo, charlas, libros y cafés.

A Librería unida

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Gemma Martínez (ilustradora), una servidora y David Pierre (escritor y crítico) en el primer encuentro oficial de A Librería

Conozco a David Pierre desde hace más de diez años. La amistad que nos une es una de las más sinceras y honestas que he conseguido hacer en los lares literarios de Internet, y nuestro vínculo es fortísimo. Sin embargo, en todo este tiempo, no habíamos tenido ocasión de vernos. Como sabéis, además, junto con Gemma Martínez, los tres llevamos a cabo desde hace más de dos años la web A Librería.

La sensación de llegar por las calles de Avilés y encontrármelos y poder abrazarlos muy fuerte en persona es indescriptible e impagable. Y, aunque hubo espacio para hablar de literatura y trabajo, lo principal para mí fue afianzar de una manera real una amistad como pocas he conseguido a lo largo de mi vida.

Los amigos de Twitter son reales

No podría negar que una de las personas a las que más necesitaba desvirtualizar era a Café de Tinta o, ya dicho con más acierto, Carla Plumed. En pocos meses, hemos empezado a trabajar juntas en nuestra actividad en la red y como reseñas literarias, mientras fue fraguándose una amistad sincera y única.

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Servidora #Intensa y Café de Tinta
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Foto de la comida del cachopo. Tres gallegas preciosas y tres catalanas. Laura, Carla, Maite, David, Gemma

Y después, me di cuenta de las calles de #Celsius2018 son mágicas. Y que, sin más, aparecían frente a mi aquellas personas con las que se comparten horas, aficiones, lecturas. Me topaba con mis lectoras y lectores, con mis escritoras y escritores favoritos, con aquellas con las que, sin saberlo, mantienes un vínculo tan especial:

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Y la #Intensidad

Tengo que decir que mi estancia en el #Celsius2018 fue fugaz. Llegamos al lugar cero el sábado al mediodía, por lo que apenas pudimos disfrutar de la fantástica presentación de Crónicas del Fin de Campbell y Cortina y llevarme un ejemplar muy especialmente dedicado (aunque lo más más bonito fue ver que Gabriella me reconoció).

Tengo que decir que una de las partes que más disfruté fue del encuentro con la Editorial Cerbero, su editor y sus maravillosas autoras. Cercanas, brillantes, mujeres preciosas, mujeres que escriben. Siempre #MujeresEnLaLiteratura. Una lástima que de estos intensos momentos no haya fotografías (aunque se ha colado algún que otro GIF por Twitter del que no me hago responsable).

¿Y qué hacía una escritora de literatura intimista en un festival de fantasía, ciencia ficción y terror? Pues, precisamente, vivir uno de los fines de semanas más #intensos de mi vida.

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Representación gráfica de mi misma. Por Gemma Martínez

P.D. ¿Mi espinita? Haber estado a pocas horas de diferencia de llegar y poder abrazar a mi tan querido Javier Miró. Pero en fin, para otro año será. Gracias por la firma, amigo mío.

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La fe en la escritura

Os voy a confesar algo: yo no tenía pensado volver a escribir para este espacio en un varias semanas. Tal vez cuatro o cinco. Os voy a confesar otra cosa: no tenía pensado volver a escribir acerca de ningún proyecto hasta dentro de varios meses; tal vez cuatro o cinco. O seis. Y, ya que estamos, os voy a confesar alguna más: no tenía ni idea de cómo volvería a sentarme a hablar con vosotros. Ni mucho menos conmigo misma.

Pero ha sido la maravillosa acogida que le habéis dado a Mujeres en la literatura lo que me ha animado a estar aquí otra vez. Sí, al fin y al cabo, hay que tener fe.

 

La creencia vacía

Hoy no voy a hablar de religión. O no exactamente. Los que me leéis y seguís desde hace tiempo sabéis que es uno de los temas fundamentales sobre los que trata mi primera novela (y, os adelanto, tratará la secuela de la misma). Me vais a permitir, pues, contaros una brevísima anécdota personal antes de entrar en materia.

Durante gran parte de mi vida fui una creyente acérrima, hasta que la adolescencia me sorprendió; con ella la rebeldía y, con ella, el llamado despertar sexual. Los problemas empezaron a crecerme como las malas hierbas y empecé a darme cuenta que mi felicidad estaba en el contrapeso de mi tan importante, por aquel entonces, amistad con Dios. Sé que puede sonar una afirmación extraña por mi parte, yo que tanto he abogado por la libertad y he criticado con firmeza las imposiciones religiosas. Pero si quiero ser franca no me da ningún tipo de pudor exponer aquí esta frase. De este modo, conviví con esta contradicción envenenándome dentro durante mucho tiempo. Hasta que un día tomé la fe que todavía estaba viva en mí y me puse a orar.

Orar es, casi, como un ejercicio narrativo. Lo hacía como un hábito diario y me ayudaba a sentirme bien. Hoy en día me doy cuenta de que se trataba de una conversación estimulante y con efectos psicológicos positivos por tres razones fundamentales: nos ayuda al autoconocimiento, tiene un indiscutible poder catártico y, además, es un poderoso placebo. Cuando digo que me puse a orar, me refiero a que me puse a orar por última vez.

Fue un diálogo con Dios conmigo misma muy interesante y largo. Empecé diciendo que sería la última vez que realizaría ese ejercicio de esa manera, que iba a despedirme. Cuando decía que me iba a despedir me refería a que estaba decidida a dejar de tener miedo, a dejar de negarme a mí misma y a liberarme de las raíces religiosas que, en otro tiempo, tan bien me habían hecho sentir. Concluí, rota de llanto, diciendo que si Él realmente era mi amigo, me ayudaría a ser feliz a partir de entonces.

Durante mucho tiempo pensé que Dios había escuchado mis ruegos y, por eso, me alisó el camino. Ahora, desde la perspectiva que me han dado los años, sé que lo que ocurrió fue que mi Miriam interior se llenó de coraje y corrió, rabiosa, a por un presente mejor.

 

La realidad de la ficción

Os cuento esto porque creo que escribir es algo parecido a vivir de esta fe. Es muy difícil para un escritor definir para qué escribe, para quién y si merece la pena. Es complicado saber de dónde nace esa necesidad que, a veces, es tortuosa y nos cuesta; pero a pesar de todo permanece.

Supongo que es una conversación de franqueza, como rezar. Me refiero a que cuando me siento a escribir, a cualquier hora del día, a pesar del cansancio y a pesar de las mil y una cosas que podría estar haciendo en lugar de perder el tiempo en algo que tal vez nunca me vaya a solucionar la vida, lo que realmente estoy haciendo es sacar de mi interior todo lo que me corroe, o todos esos recuerdos tan reales, o esas vivencias latentes, o esos miedos tan pueriles en ocasiones. Brota de mí la verdad, y se plasma en la ficción de una novela. Sé que en esa ficción hay más realidad que la que soy capaz de ver a través de mis ojos cuando miro al mundo.

Quiero decir, contradigo estrepitosamente esta osada (y también acertada) frase de Virginia Woolf en Una habitación propia:

Y las novelas, sin proponérselo, mienten

¿Y cómo puedo decir que contradigo a Woolf? Ya sabéis que aunque seamos inseguras, débiles y cobardicas, las personas que escribimos tenemos un núcleo de ego mínimo en nuestro ser. Quien diga lo contrario miente (miente de verdad, no como las novelas). Así, con ese pedacito de ego que está colocado entre mi corazón y mi cabeza, le digo a Woolf que las novelas no mienten: en sus mentiras se esconde la verdad.

Aunque ella eso ya lo sabe, porque en el mismo ensayo dice:

Manarán mentiras de mis labios, pero quizás un poco de verdad se halle mezclada entre ellas; os corresponde a vosotras buscar esta verdad y decidir si algún trozo merece conservarse.

Si nos da miedo decir la verdad a gritos, creedme, que escribirla disfrazada en personajes, tramas y mundos diferentes resultará más sencillo. Aunque parece un mal chiste hablar de escritura ligada a la palabra sencillez.

Todo este laberinto de citas y reflexiones de una escritora que, cómo veis, tiene muchas ganas de escribiros, me lleva a un único fin: la escritura es, ahora, mi fe. Sentarme frente al teclado es mi manera de rezar. ¿A quién? A mí. La persona más importante de mi vida.

 

Y serenidad

Para concluir, voy a tomar prestada cierta reflexión de mi amiga Silvia. En su entrada de hace unos días, hablaba con mucha intención de Las letras de la serenidad. Ella dice:

No quiero escribir sobre la tristeza. 

Y cuando dice esto quiere decir que, en efecto, todo lo que escriba hablará o tratará sobre la tristeza. Pero lo hará con la serenidad que otorga la distancia de la deliciosa ficción, de la narrativa convertida en un armonioso instrumento silencioso que tocamos con ayuda de las musas y del habito de hablarnos cada día un poquito más.

¿Por qué? ¿Por qué nos funciona a unos cuantos estos de escribir?

¿Por qué a algunos les funciona la fe religiosa?

Son preguntas complejas, trascendentales y, claro está, retóricas. No existe una respuesta concreta, pero la palabra serenidad sí que se subraya bastante bien en ambos ámbitos. Esa manera de expresarnos nos ayuda a liberarnos, nos crece, nos hace fuertes. Alimenta esos huecos que tenemos dentro de una de las maneras más hermosas posibles.

Por eso, y solo por eso, lo hacemos.

 

Photo by Christopher Campbell on Unsplash

Las cosas bonitas

Estoy aquí de paso, porque os echaba de menos. Y aunque este retiro todavía se alargará unas semanas más, tenía que contaros algo.

El otro día estaba reflexionando sobre mi propia vida, desde que tengo memoria hasta el día de hoy. Esto está un poco relacionado con un proyecto literario en el que estoy trabajando y que tardará un tiempo en ver la luz, pero yo os voy dejando pequeñas pinceladas para que lo podías disfrutar conmigo. En fin, me disperso (se nota que estoy dispersa, sí). Pensaba en mi vida y llegué a la conclusión de que ha sido, y es, una absoluta locura.

Podría plasmarlo todo en una novela mucho más concreta y biográfica que MarafariñaY por supuesto, no solo me refiero a los momentos más duros y más difíciles, sino a los golpes de suerte que he disfrutado (y disfruto). Estaba parada en un semáforo con la música a todo volumen (sonaba Izal, La piedra invisible) y empecé a tener unas poderosas ganas de llorar. Pero durante unos largos instantes no sabría determinar si era de felicidad o de pura amargura.

También sé que nada me liberará de tener que recorrerlo a diario. También sé que necesito fuerzas para hacerlo.

Supongo que estar en este vaivén es difícil, pero esto es lo real al fin y al cabo. Llevo varias semanas acumulando momentos preciosos por los que siento tanta ilusión que no me cabe dentro y quiero saltar, gritar y sonreír hasta romperme los labios. Al mismo tiempo, hay un laberinto difícil de atravesar que por momento se hace tan grande que empuja lo bueno. En cuanto al laberinto (lo vamos a llamar así) soy consciente de que no puedo hacer nada por resolverlo, no al menos a corto plazo. También sé que nada me liberará de tener que recorrerlo a diario. También sé que necesito fuerzas para hacerlo.

Y mientras lloraba (en el coche, parada en el semáforo, recordad) también pensaba en la cantidad de cosas bonitas que me han sucedido y que están por suceder. Entre ellas, una preciosa fiesta de temática de Harry Potter que organizaron mis amigos para mí. Fiesta, amigos, Harry Potter. Pensadlo: es una fórmula casi perfecta. ¿Acaso no debería, de verdad, sentirme un poquito afortunada y tener el derecho de olvidarme del laberinto negro por momentos? Yo creo que sí. Por cierto, he compartido alguna fotito del evento por mis Redes Sociales, ¡Así que no olvidéis seguirme por ahí!

Cuando el semáforo se puso en verde no me quedó más remedio que sorberme la nariz y avanzar. Y en ese momento pensé que la vida era exactamente eso: no queda más remedio que avanzar. Así que ahí sigo, oscilando en dos sentimientos muy intensos y muy contrapuestos. Creciendo como persona, algo cansada, algo llena de energía, algo yo.

Y mientras suceden cosas maravillosas, sigo corrigiendo y sigo leyendo. Sigo pensando en vosotros y en todo lo que os traeré en los meses próximos. Vosotros también sois la parte de mi vida que me hace que parte de mis lágrimas sean de alegría.

En fin, no olvidéis las cosas bonitas. Jamás.

Volveremos a leernos pronto. Os quiero.

 

La Navidad está prohibida

Cuando te hallas sujeta en una cuerda, en tierra de nadie, tarde o temprano llegas a caer.

Ayer mi madre me decía que, a pesar de todo, seguíamos sin ser libres. Yo la miré con expresión de desconcierto, aunque sabía a que se refería con exactitud.

Crecí en un hogar donde la Navidad estaba prohibida. Digamos que en mi infancia no pude empaparme del todo del espíritu navideño por excelencia, al menos no sin sentir el burbujeo de mi conciencia entrenada quejándose por tener miedo a estar haciendo algo mal cuando me entretenía mirando adornos en las tiendas o soñaba con los anhelados regalos de esta época festiva.

Sin embargo, no fuimos de las más perjudicadas. Mi madre siempre hizo la vista gorda dentro de sus posibilidad y, aunque no celebrábamos las fiestas como tal, no podíamos desearle Feliz Navidad a los vecinos ni cantar villancicos en el colegio, sí que teníamos nuestra particular fiesta, escudándonos con motivos muy diferentes. Por ejemplo, los regalos que recibíamos mi hermana y yo eran debido a las buenas notas que teníamos ese trimestre. También podíamos ver los programas que emitían en la televisión e, incluso, disfrutar de las campanadas (eso sí, en lugar de uvas, era preferible buscar otro tipo de sustitutivo).

Supongo que, con el tiempo, fui olvidándome de lo que significaba la Navidad. A mi siempre me producía una profunda tristeza porque me hacía sentirme muy diferente al resto. Aunque esto no era una novedad. Mi vida era muy diferente a la de mis compañeros de colegio y, posteriormente, de instituto. Pero, al mismo tiempo, también era totalmente alejada de la de la Congregación a la que mi familia y yo pertenecíamos por aquel entonces. Cuando te hallas sujeta en una cuerda, en tierra de nadie, tarde o temprano llegas a caer.

Hace tres años fue la primera vez que pusimos un árbol en casa (en una nueva casa, junto con mi pareja) y fue toda una experiencia para mí. Me sentía rara y entusiasmada al mismo tiempo. ¡Un árbol! Lo puse cerca de la ventana, quería que todo el mundo viera las luces que, al fin, me sentía libre de poner. Podía decirle a mis compañeros de trabajo y a mis amistades aquello de Felices fiestas. Al principio me sentía estúpida y torpe, luego me dejé encandilar por la belleza de ese espíritu de fraternidad.

Pero volvamos a lo de no sentirse libre. Ella se refería que, aunque en su perfil de Facebook podía compartir imágenes navideñas con sus amigas, no se sentía segura de actualizar su foto de WhatsApp por temor a que los otros, los que nos juzgan, los que nos persiguen, fueran a ofenderse… fueran a sentirse mal.

Sentirse mal. Ellos.

Porque al ponerles un árbol de Navidad a nuestros antiguos hermanos tal vez les estamos hiriendo en sus creencias. El daño que nosotros hemos sufrido (y sufriremos, seguro, toda la vida) es una nimiedad comparado con la bofetada que supondría decirles que para nosotros, ahora, la Navidad no está prohibida.

Pero yo lo entiendo. Yo tardé una eternidad en sentir esa libertad, si bien nunca podré llegar a saborearla en su plenitud porque hay líneas que jamás podré cruzar. Ahora casi que estoy al otro lado del abismo, amando libremente a quien me plazca sin preguntarme si le haré daño a Dios y a sus fieles seguidores. Pero, eso sí, con prudencia. Siempre con prudencia y con cierto silencio. Por temor a dañar a alguien. Porque conocer eso podría causar mucho dolor. ¿Qué necesidad tienes de hacerlo si puedes evitarlo?

Si puedes estar callada. Si puedes esconderte. Si puedes fingir cuando estás delante suyo. De ellos. De los que lo quieren controlar todo, de los que tienen el derecho a decirte cómo tienes que vivir.

Con mis mis veintiséis años de ahora, toda la experiencia que cargo a mis espaldas y todo lo que he peleado para poder escribir este post sin miedo ya a nada, ya a nadie, creo que no me importa el daño que pueda causarle a alguien ajeno a mí. De hecho, a mí me importa más el bien que pueda hacerle a las personas a las que quiero. Y si mi familia (una pequeña parte de ella, la más importante en realidad) y mis amigos han sabido aceptarme y quererme como soy de verdad, carece de sentido para mí esconderme.

Y carece de sentido seguir prohibiéndome la Navidad.

¿Pero eres escritor o tienes escritura?

—¿Tú escribes porque sí o porque no?
—La verdad, no me lo había planteado.
—¿Pero eres escritor o tienes escritura?

La cita pertenece a mi última lectura, La mujer loca de Juan José Millás. No siempre es sencillo encontrar un libro justo para lo que lo necesitas. Muchas veces los que leemos o escribimos somos tan torpes que sin una novela bajo el brazo no somos capaces de seguir.

Para mí esta mujer loca ha sido como una especie de antídoto agudo con efectos secundarios. Como otras muchas obras que existen, Millás ahonda en la gramática, en la lengua, en el trauma de ser escritor y en la mentira de querer serlo. Cuando me topo con historias así respiro tranquila. Para mí la literatura significa tanto, significa todo, que el poder encontrar referencias de otras almas que la viven como yo (o incluso más) me hacen creer que esta obsesión no es del todo perjudicial.

Hace tiempo, cuando asistí a cierta terapia, se me subrayó una faceta de mi carácter que, si bien no puede llamarse patología, se sufre como tal. Hipersensibilidad. No fue ninguna sorpresa, desde niña fui demasiado aprensiva y me pasaba los días sumida en una explosión de emociones constante. Recuerdo como siempre terminaba llorando en clase de música cuando la profesora encendía el radiocasete y era víctima de las risas de mis compañeros. La profesora se acercaba a mí y me preguntaba por qué lloraba. Y yo contestaba que lloraba porque lo sentía muy adentro.

Y lo sentía. Pero es curioso que esa sensibilidad tan humana solo se acentuaba con la música. Ni siquiera el cine o los libros lograban hacerme llorar de esa forma. Tal vez, por esa razón, comencé a refugiarme en ellos tan pronto y me obsesioné de esa manera. Y es que en sus personajes encontraba la manera de entenderme, de quererme y de saber que lo que yo sentía a veces era normal, que no era una niña loca.

Volviendo al tema de la hipersensibilidad. Aunque no se considere una enfermedad psicológica, como he dicho, yo quería encontrar la manera de mitigarla. Sentir tan fuerte las relaciones humanas, el amor, la amistad, los problemas en el trabajo me suponía un desgaste de energía brutal. Mi terapeuta me dijo: Pero tú escribes. Desgasta esa sensibilidad para escribir y conviértela en acero para la vida.

La profesora se acercaba a mí y me preguntaba por qué lloraba. Y yo contestaba que lloraba porque lo sentía muy adentro.